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Para , hombre del Norte, aquello era una temperatura deliciosa, y no me subí siquiera el cuello de la americana, como hizo mi compañero. Sentía la cabeza caliente; me quité el sombrero y caminé con él en la mano. Suárez me propuso dar una vuelta por el muelle, y yo accedí gustoso porque sentía la necesidad de despejarme. Comenzamos a discutir sobre política con calor.

A pesar de hallarnos en una de las noches más calurosas de agosto, sentí la frente cubierta de un sudor frío y vacilé como un beodo. Necesité apoyarme en la pared un instante. Luego, por un esfuerzo, mejor dicho, un sentimiento de amor propio, seguí resueltamente mi camino. Anduve a paso largo no cuánto tiempo por entre calles; no recuerdo cuáles. Sólo tengo una idea de que estuve en el muelle y que me apeteció arrojarme al agua. Entré en un café y me bebí unas cuantas copas de coñac. En lugar de contribuir a turbarme, el licor sirvió para despejarme y aclarar mis ideas. Al menos, esto me pareció entonces. Contemplé con decisión el suceso y reconocí al instante que había tenido la desgracia de caer en manos de una redomadísima coqueta. El lance no era nuevo. Esto mismo había pasado a muchos millares de hombres antes y pasaría después. Confieso que me acometió un vivo sentimiento de venganza, no por el acto en , sino por la forma grosera y humillante en que había sido llevado a cabo. De ella no podía tomarla, al menos por entonces. Pero de él, .