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Actualizado: 28 de noviembre de 2025


Dijo la señora que Pepillo deseaba pasar ese día en Villaverde, se resolvió darle gusto, y la salida quedó acordada para el día siguiente. En los momentos de retirarnos me detuvo don Carlos: El día cinco le esperamos a usted. Verá Usted a sus tías y comerá con nosotros. En la Plaza es la fiesta, y sin salir a la calle lo veremos todo: el paseo cívico, y los fuegos... que será cuanto habrá que ver.

Firmélos: «Anteo», y el seudónimo sirvió para que mis críticos extremaran la zumba. Entiendo que mi literatura poética no era inferior a la muy aplaudida de los más afamadas poetas de Villaverde, el «pomposísimo» y el Lic. Castro Pérez, quien, de tiempo en tiempo, tenía sus dares y tomares con las esquivas deidades del Parnaso.

Pensaba yo en los míos, en mi pobre casita, en las buenas ancianas cuyo recuerdo me era tan querido, y en Linilla, en mi dulce Linilla. No, señorita... murmuré sonriendo. A las veces se me va el pensamiento hacia Villaverde, en busca de los que me aman.... Y más allá... más allá... detrás de esas montañas que atraen las miradas de usted.

En Villaverde, lo mismo que en Pluviosilla, esos crepúsculos de fuego son anuncio seguro de caluroso día; anuncia el «sur», el viento abrasador que caldea la atmósfera y calcina la tierra. Llegaban hasta las voces de los transeuntes que atravesaban la Alameda, o iban a lo largo del ancho camino carretero orillado de fresnos.

No salía yo a la calle más que a las horas de trabajo, y al volver del despacho me pasaba las horas al lado de la huérfana, cada día más enamorado de ella. Una o dos veces, en toda la temporada, fui a las rifas de Navidad, que congregaban todas las noches en la Plaza a los pacíficos habitantes de Villaverde.

Respeté, con gran dolor de mi alma, los deseos de la joven. Seguro de la sinceridad de sus palabras, oculté mi pena y busqué consuelo en el trabajo. Luego que Angelina supo el fallecimiento de mi tía, nos escribió una carta muy sentida. El P. Herrera vino a Villaverde pocos meses después, le hospedamos en nuestra casa, y estuvo con nosotros varios días.

Me resigné a dejar los libros y a renunciar a las alegrías de la vida estudiantil, para buscar en Villaverde lo que tal vez no faltaría: un destinejo que me proporcionara cada mes algunos duros. Confiaba yo en la bondad de mis paisanos, en la benevolencia de nuestros amigos, para quienes no era un misterio la situación precaria de mis tías.

Al fin de la calle me ocurrió regresar para ir a la casa del dómine. Angelina estaba en la ventana. Sin duda había salido a verme. Al pasar la saludé. Díjele algo que la hizo sonreír. ¿Qué había en el rostro de la doncella que me trajo a la memoria la angelical figura de Matilde, la dulce niña de mi primer amor? Villaverde es una ciudad de ocho mil habitantes.

Vive para tus tías, vive para ser feliz, que yo buscaré en Dios otra felicidad mejor que todas esas tan codiciadas en el mundo. «No pienses que el término de nuestros amores se debe a todos esos embustes que corren en Villaverde, que trajeron hasta aquí las Castro Pérez, y de los cuales mismo me has hablado; no, Rodolfo: no soy injusta ni ligera. Ya me conoces.

Sentí ganas de entrar en el gabinete de Castro Pérez y estrangular al escribano, el cual siguió diciendo: ¡No puedo hacer otra cosa! ¿En qué puede ganar más un chico que acaba de salir del colegio, y que vive, acaso por necesidad, en esta ilustre y magnífica Villaverde? Pues así como Rodolfo viven todos los muchachos villaverdinos. Muchos no tiene en qué ocuparse.

Palabra del Dia

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