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Actualizado: 28 de noviembre de 2025
La belleza del paisaje, la dulzura del clima y la tranquilidad de la población, seducen a quien pone los pies en Villaverde; la budística ciudad extiende sus redes misteriosas, y ¡presa segura! De cierto que los villaverdinos no son localistas, a lo menos de un modo común y corriente, de modo que choca, como los hijos de una ciudad vecina.
Y buscaba yo, entre las mil casas de Villaverde, la humilde casita de mis tías. Ahí estaban las buenas ancianas que tanto me querían; ahí estaba Angelina, la pobre huérfana objeto de mi amor.
Id entonces al Escobillar, subid a la cercana colina, y gozaréis del más hermoso panorama; trepad a lo más alto, y tendréis ocasión de admirar la fecunda vega del Pedregoso, celebrada mil y mil veces por los poetas de Villaverde, y cantada en exámetros latinos y en liras arcaicas por el pomposísimo Cicerón.
Villaverde se regocija de cuando en cuando, y tiene sus fiestas y sus paseos populares. No siempre ha de estar triste y malhumorada. El día tres de Mayo acuden los villaverdinos a la herbosa alameda de Santa Catalina.
Sonrió la niña, y me señaló a lo lejos los picos más altos de la Sierra, y agregó: Diga usted: ¿No es en aquellos valles donde está el pueblo de San Sebastián? Sí. Pues... ¡allí está Angelina! De madrugada, antes de salir el sol, monté a caballo y salí de la hacienda camino de Villaverde. Era domingo.
Procuré serles útil: los ayudaba en cuanto podía, y más de una vez ocupé su puesto para que ellos pasearan o se divirtieran, ya en alegres partidas de caza, ya en Villaverde con motivo de alguna fiesta o de algún espectáculo teatral que llamaba la atención. Era yo en Santa Clara objeto de las atenciones de toda la familia. La señora solía decirme: Rodolfo: ¡está usted en su casa!
Iré todas las noches.... Vete tranquilo.... Anoche estuve con tu tía y estaba muy contenta. Y tomé el camino de la hacienda. El corazón me iba diciendo que tía Carmen no viviría mucho.... ¡Siete años de enfermedad! ¡Ya era tiempo!... No me atreví a pedir licencia para ir a Villaverde, aunque las noticias recibidas esa tarde no eran buenas. Tía Carmen había tenido calentura muy ligera.
Nadie como Porras para dar un buen consejo; ninguno mas discreto y atinado para el arreglo de un asunto grave; nadie como mi amigo para hacer un beneficio, sencilla y noblemente, del modo más natural, sin lo repugnante y forzado que tienen en Villaverde la abnegación y el desprendimiento. Buen contraste hacía Porras con Castro Pérez y con don Cosme.
Atrajo mi atención al costado del templo, un edificio nuevo, una casa magnífica, de brillante aspecto; magnífica para Villaverde y para aquella plaza donde todo es mezquino y vulgar. Linda casa, de airoso alero, de anchas y rasgadas ventanas, con rejas de hierro, vidrieras elegantes y umbrales de mármol. Las ventanas del salón estaban abiertas. Sonaba brillantemente el soberbio piano.
Aquel «conque» era la muletilla de las señoritas Castro Pérez, y en Villaverde cuando de ellas se hablaba, todos decían «las niñas Castro Conque». ¿De qué se ríe usted? preguntó contrariada la rubia. De nada. Son ustedes muy maliciosas.... ¡Conque de casa! volvió a decir. No sabíamos que vivía usted allí, en el ¡«pa... la... cio» de la marquesita! ¿Por qué no avisa usted cuando muda de casa?
Palabra del Dia
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