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Actualizado: 28 de noviembre de 2025
Ya te he dicho que me distinguen como no lo merezco. «Vamos, Linilla: ¿quieres que deje yo esta casa, que pierda yo esta colocación tan codiciada en Villaverde, y que vuelva yo a ser amanuense de Castro Pérez? Tal vez ni eso pudiera yo conseguir. ¿Quieres que me vaya a la tienda de Andrés a vender cominos y pimienta? Responde.
Había ya entre nosotros cierta intimidad fraternal, dulce y respetuosa, que me hacía grata la vida en Villaverde. En ocasiones pensé: ¿si estaré enamorado? No; hasta entonces aquello era una amistad afable, un afecto sencillo que mi tía Pepa fomentaba a todas horas. Una vez la buena señora, se dejó decir: ¡Ay, Rorró! Si alguna vez piensas casarte... busca una mujer como Angelina. Estábamos solos.
El domingo se me presentaba hecho un figurín: Rodolfo: ¡dame uno de aquellos de nuestra tierra! El dio cuenta de los tabacos; él, que no tenía necesidad de disimular la arranquera. El fiel servidor, establecido en Villaverde, allá por el barrio de San Antonio, en una tienda que se llamaba «La Legalidad», fué, como siempre, una providencia para las tías.
Las pobrecillas quisieran verte médico, abogado... ¡pero ya sé, ya sé que las cosas andan malas, como yo me las figuraba! ¿Habló Andrés con Castro Pérez? Mira: yo le veré esta noche. Allí puedes ganarte alguna cosa; poco, poco, porque ya lo sabes, en Villaverde todo es roña; pero ¡algo es algo!
«En Villaverde dicen sus hijos no se hace política». Y sí se hace, pero por debajo cuerda, a la calladita, de modo vergonzante, sin riesgos ni peligros, sin temor de verse derrotados y blanco de odios, rencores y venganzas.
Vendrás, y veremos si puedes traducir una cosita que tengo guardada por ahí: una oda sálica al Pedregoso, nuestro rojo Tíber. ¡Te gustará, estoy cierto de que te ha de gustar! Dieron las doce en la torre de la Parroquia, y en las demás iglesias de Villaverde. ¡Las campanas de la ciudad natal!
El pomposísimo Cicerón, en sus días de murria, cuando no tenía un real, y se olvidaba de los grandes autores del siglo de Augusto, y renegaba de Villaverde, y no se le daba un ardite la susodicha empresa del glorioso blasón, me decía de sus paisanos: ¡Unos verónicos! ¡Unos verónicos! ¡Ni buenos ni malos! ¡Para ellos... ¡ni pena ni gloria!
Allí había colocado la mano discreta de la tía mis primeros libros de estudia, conservados cuidadosamente en la familia; desde el Catecismo de Ripalda y el Fleury, hasta la Gramática de Iriarte, aquella gramática atiborrada de malos versos, que puso en mis manos don Basilio, el eterno alcalde de Villaverde, una noche inolvidable, la noche del reparto de premios. Abrí los libros.
Yo no sé si poseía el castellano, pero si así era, como supongo, no escribiría tan mal la hermosa lengua de Guillén de Castro, de Lope de Vega y de Ruiz de Alarcón. Sin duda, caballeros, que un espíritu chocarrero se está burlando de todos nosotros. Y dijo, y tomó el sombrero, y se retiró, sin que nadie pudiera detenerle. Mucho se habló en Villaverde del incidente.
Quería verme rodeado de mis amigos, de todos mis amigos, de todos, para refugiarme en su afecto como en un puerto de salvación.... Tenía miedo de estar solo, y a cada rato miraba si Mauricio iba cerca de mí.... No sé qué hora sería cuando entramos en Villaverde. Pasada la garita seguimos por la calle Principal. ¡Estaba desierta!
Palabra del Dia
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