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Actualizado: 16 de noviembre de 2025
Era el lugar de conversación un colgadizo espacioso, de tablilla bruñida el pavimento: la baranda como toda la casa, de madera abierta en tres lados para las tres escalerillas que llevaban al jardín que había al frente de la casa. Estaba el colgadizo siempre en sombra, porque lo vestía de verdor una enredadera copiosísima, esmaltada de trecho en trecho por unos ramos de florecitas rojas.
Habiendo resistido este impulso como completamente indigno del traje que vestía, encontró á un marinero borracho de la tripulación del buque del Mar de las Antillas de que hemos hablado; y esta vez, después de haber rechazado tan valerosamente todas las otras perversas tentaciones, el pobre Sr.
El cabayero que la pretendía ya no viene, y la muy sin vergüenza va mucho mejor vestía. La amargura del desengaño y la impaciencia por adquirir pruebas que lo confirmaran, quitaron el sueño a Paz aquella noche.
Había en ella sobra de vida, sobra de voluntad, violencia de pasiones, disgusto profundo de su suerte, todo esto representado y como estereotipado en su semblante. Estaba, como dijimos anteriormente, encinta de una manera abultada, y vestía sencilla, más que sencilla, miserablemente.
Calló, y, sin decir otra cosa, comenzó a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en qué había de parar la priesa con que se vestía.
Vestía la hija de Doña Paca una bata de franela color rosa, de corte elegante, ya descompuesta por el mucho uso, las delanteras manchadas de chocolate y grasa, algún siete en las mangas, la falda arrastrada, revelándose en todo, como prenda adquirida de lance, que a su dueña le venía un poco ancha, por aquello de que la difunta era mayor.
Y atemorizados, se maravillaban, diciendo los unos a los otros: ¿Quién es éste, que aun a los vientos y al agua manda, y le obedecen? 26 Y navegaron a la tierra de los gadarenos, que está delante de Galilea. 27 Y saliendo él a tierra, le vino al encuentro de la ciudad un hombre que tenía demonios ya de muchos tiempos; y no vestía vestido, ni estaba en casa, sino por los sepulcros.
Genoveva era una mujer de cuarenta años poco más o menos; baja, gruesa, morena, mofletuda, con ojos grandes y pardos a flor de la cara, que no decían nada, absolutamente nada, el cabello muy lamido y formando ondas por las sienes. Vestía saya lisa del hábito del Carmen y manto negro de merino anudado a la espalda, al uso de todas las sirvientas provincianas.
Mariano, arrinconado en el recibimiento, y oyendo desde allí el rasguear de las plumas que en la sala hacían tan lucrativos números, se preguntaba por qué razón tenía el señorito Melchor sombrero de copa y él no; por qué motivo el señorito Melchor vestía bien y él andaba de blusa; por qué causa el señorito Melchor comía en los cafés, galanteaba bailarinas, fumaba buenos puros y paseaba con caballeros, mientras él, el pobre Pecado, comía y fumaba casi como los mendigos, y tenía por amigos a otros tan pobres y desgraciados como él.
Era el homeópata madrugador y comenzaba muy temprano sus visitas. Bonis le encontró vestido y acicalado, como para ir a pagar la visita a un embajador, que así era como él siempre se vestía para acercarse a la cabecera de sus enfermos.
Palabra del Dia
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