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Actualizado: 12 de junio de 2025


Puede ocurrir, si es lícito que yo me valga de un símil literario, lo que ocurre con un escrito en verso o prosa cuando el autor, por el prurito de acicalar el estilo, manosea, soba y marchita lo que escribió y lo deja mustio, lamido y sin espontaneidad ni gracia.

Genoveva era una mujer de cuarenta años poco más o menos; baja, gruesa, morena, mofletuda, con ojos grandes y pardos a flor de la cara, que no decían nada, absolutamente nada, el cabello muy lamido y formando ondas por las sienes. Vestía saya lisa del hábito del Carmen y manto negro de merino anudado a la espalda, al uso de todas las sirvientas provincianas.

«Mucho le estorbaba la pluma entre los dedos», y bien lo revelaban la rudeza de los trazos, la desigualdad de las letras y las señales de más de un borrón lamido en fresco o extendido con el canto de la mano; «pero con paciencia y buena voluntad se vencían los imposibles». «Tus abuelos paternos me escribía , no lograron otros hijos que tu padre y yo.

Cuando quedó el plato limpio, cual si lo hubieran lamido los perros, se pasó la mano por la boca, restregó los dedos sobre el pantalón, y mirando con ojos tiernos a la señora, sentada al otro extremo de la mesa, exclamó: ¡Ay, señora! ¡yo merezco más lástima que castigo! A buen corazón no me gana nadie, y si no fuera la fatalidad y mi hermano...

EL CONDE. , hace largo rato que ha anochecido, y no está todavía aquí. ¡Oh, si yo no fuese el conde mendigo, de quien se burlan en la corte; si mis muros almenados no estuviesen punto menos que en ruinas; si mi castillo fuese una fortaleza sólida y amenazadora, como en tiempos de mis abuelos, entonces el duque no se retrasaría! ¡Sería cortés y respetuoso como el último de mis vasallos, hubiera llegado muy de mañana y, arrodillado ante , me hubiera lamido, como un perro sumiso, la mano!

312 Tenía el viejito una cara de ternero mal lamido, y al verle tan atrevido le dije: ¡que le aproveche! Que había sido pa el amor como gaucho pa la leche. 313 Peló la espalda y se vino como a quererme ensartar, pero yo sin tutubiar le volví al punto a decir: ¡cuidado!, No te vas a per-tigo; poné cuarta pa salir.

Se le iban los ojos tras de la infancia en cualquier forma que se le presentara, ya fuesen los niños ricos, vestidos de marineros y conducidos por la institutriz inglesa, ya los mocosos pobres, envueltos en bayeta amarilla, sucios, con caspa en la cabeza y en la mano un pedazo de pan lamido.

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