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Actualizado: 31 de mayo de 2025
Alguna vez su espíritu supersticioso llegaba a imaginar si un demonio tentador habría venido a alojar en el cuerpecito endeble de aquella valenciana. Después de anunciar tres o cuatro veces que se marchaba, sin llevarlo a cabo por impedírselo ella, viéndose al cabo libre de sus brazos, se levantó de la butaca. La despedida fue larga como siempre.
Lo dijo con una inflexión de voz tan extraña, tan aguda y estridente, que Luis sintió un escalofrío. ¿Qué quieres decir con eso? Lo que he dicho; que por fortuna tengo a Josefina para resarcirme. ¡Es que lo dices de un modo tan raro! La valenciana dejó escapar una risita singular que salía allá del fondo de la garganta y sonaba de modo siniestro. Luis la miraba fijamente, cada vez más inquieto.
Tenía entonces catorce años y era ya un portento de hermosura, mezcla dichosa del tipo inglés correcto y delicado y de la belleza severa de la mujer valenciana. Su tez guardaba los reflejos suaves, nacarados de la raza sajona. En su mirada azul y sombría había la misma profundidad y misterio que en los ojos negros de las valencianas.
Luego, para distraerme, quise escribir, y tuve que emplear los escasos medios que el dueño de la casa pudo poner á mi disposición: una botellita de tinta violeta á guisa de tintero, un portapluma rojo, como los que se usan en las escuelas, y tres cuadernillos de papel de cartas rayado de azul. Así escribí en dos tardes un cuento de la huerta valenciana, al que puse por título Venganza moruna.
Cuando los reyes formaban una flota, se componía de tres escuadras: catalana, mallorquina y valenciana. Las atarazanas de Valencia eran célebres por sus construcciones navales. De ellas salían los mejores navíos de la costa española. «Galera genovesa y navío catalán», decían los navegantes de la Edad Media como última expresión del arte naval.
Todo era allí nobleza, o sea naranjos, los árboles de hoja perenne y brillante, de flores olorosísimas y de frutas de oro, árbol ilustre que ha sido una de las más socorridas muletillas de los poetas, y que en la región valenciana está por los suelos, quiero decir, que hay tantos, que hasta los poetas los miran ya como si fueran cardos borriqueros.
Tres años después contrajo de nuevo matrimonio con Amalia, dama valenciana algo emparentada con él. Apenas se conocían. D. Pedro la había visto en Valencia cuando ella contaba catorce años. El matrimonio que se realizó diez años después pactose por medio de cartas, previo el cambio de retratos.
¡No las harás tal, malvada! profirió Luis levantándose y abalanzándose a ella. Antes te ahogaré con mis manos. La valenciana se escapó hacia la puerta. ¡Si das un paso más, grito! ¡Oh, infame, infame! volvió a exclamar con voz profunda el conde. ¡Y Dios consiente sobre la tierra estos monstruos! Dio unos pasos atrás y se dejó caer nuevamente sobre el sofá.
¡Ah! ¿una valenciana hermosota, deshonesta, que ha estado dos veces presa por no bailar como era conveniente? La misma. Pues bien; esa mujer es hermana, ó querida, ó hija, no se sabe cuál de las tres cosas, del tío Manolillo. Me estáis maravillando, señor Gabriel. ¿Conque la Dorotea?... Sí, señor, la Dorotea es mucha cosa del bufón del rey. Pero no es esto todo. El duque de Lerma...
Al atardecer avanzaban por los caminos, orlados de álamos con inquieto follaje de plata, grupos de muchachas que llevaban su cántaro inmóvil y derecho sobre la cabeza, recordando con su rítmico paso y su figura esbelta á las canéforas griegas. Este desfile daba á la huerta valenciana algo de sabor bíblico.
Palabra del Dia
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