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Actualizado: 15 de julio de 2025
Palabras y sonrisas conducían rectamente al matrimonio; sólo era posible el trato con las jóvenes para hablar de la formación de una nueva familia. Y esta juventud ruidosa, alegre, exuberante en jugos, sufría un suplicio tantalesco al hablar de las muchachas más hermosas de la ciudad.
Sufría horriblemente a la menor señal de desdén, y gozaba como un ángel cuando la dama le expresaba de cualquier modo su afecto. Clementina no tenía prisa en hacerle amante afortunado, aunque estaba decidida a ello. Le gustaba prolongar aquella situación, observando con secreto placer la marcha de la pasión y los fenómenos que ofrecía en el joven.
Sentía además el dolor de los celos; unos celos de mujer vanidosa y algo madura que se ve arrebatar la última esperanza de felicidad por una adversaria que casi puede ser su hija. A la par que sufría este tormento debía preocuparse de su trágica situación, creada por la rivalidad amorosa de dos hombres que la habían deseado, y defenderse también del odio de todo un pueblo.
El joven, a su vez, sufría el duro escozor de los celos y seguía con mirada de envidia a los convidados más felices que iban a Candore en carruajes variados. ¡Qué triste día! ¡Qué lúgubre y largo al lado del anterior, tan corto y tan radiante y que no tenía continuación! ¡Todo se había acabado! Su licencia expiraba dentro de ocho días.
El proyecto de iros muy lejos á olvidar las horas malas para no acordaros sino de vuestro antiguo amor. ¿No es eso? Una gran palidez se apoderó de la cara de aquella mujer. Sus ojos se pusieron sombríos y su aliento se hizo corto. Sufría horriblemente. Entonces Sorege, con una risa en la que sonaba la venganza, añadió: Si, sin duda alguna; y tú has caído en la red. ¡Vamos!
Todas las mañanas, al despertar, sufría un rudo choque en sus gustos. Lo primero que contemplaba era una habitación «sin personalidad», una vivienda que nada tenía de él, arreglada por las sirvientas con limpieza prolija y falta de lógica, que cambiaba incesantemente el emplazamiento de las cosas.
Ya no sufría el torcedor de la voluntad; no exhalaba quejas lastimeras sobre sus pecados, sobre sus resoluciones vencidas, porque no amaba ya sus propias obras, por buenas que fuesen, como antes, sino únicamente lo Eterno. Porque las obras tienen su origen en la persona, y él se había despojado de la suya; la había negado con firmeza.
Patricio Allen era una de tantas víctimas de la suerte. Su padre, un campesino arruinado, había ido huyendo de un pueblo de Irlanda a Liverpool, en busca de trabajo, dejando en la miseria, al morir, a la viuda y a una porción de chicos y chicas. Allen era un hombre afectivo, tenía un gran cariño por la familia y sufría al verla en la miseria.
Estocada al toro invisible. ¡Hasta el mismo puño!... Y sonreía satisfecho pensando en la decepción que iban a sufrir sus enemigos, los cuales profetizaban su inmediata decadencia siempre que sufría una cogida. Le faltaba el tiempo para verse en el redondel.
Salvaré rápidamente los años que siguieron con sus desgracias fulminantes y su largo cortejo de sufrimientos. Ellos me dieron la madurez y me hicieron mujer. Ocho meses después de aquella noche, trajeron a papá a la casa en un adral; se había caído del caballo y sufría de graves lesiones internas. A los tres días murió.
Palabra del Dia
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