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Sus marineros, tomando aquella caída por una prueba de abnegación y de intrepidez, siguieron al nuevo Curcio a los gritos de ¡viva Santiago! y saltaron en el sollado como los carneros de Panurgo.

Era una de las escampavías que había disparado un cañonazo. A este ruido inesperado, el desgraciado fraile dio un salto convulsivo, levantó instintivamente la cabeza por la borda, y, viendo las dos escampavías, la bajó rápidamente y se precipitó en el sollado haciendo repetidas veces la señal de la cruz.

Esta era la sorpresa que Kernok preparaba a su gente; había enviado al maestro Zeli a bordo del navío español, para retirar la poca pólvora que pudiese quedar, disponer las materias combustibles en la cala y en el sollado y agarrotar lo más sólidamente posible a los desgraciados españoles, que no sospechaban nada.

El negro entonces, con una prontitud admirable, levantó una antena de la que ató una polea y una cuerda, descendió al sollado y tres minutos después se vio al reverendo elevarse majestuosamente, cernerse un momento por el aire y, descendiendo en un vuelo audaz, tomar tierra al lado del condenado, que le desembarazó amablemente de las cuerdas y garfios de que había sido rodeado aquel nuevo Icaro.

Tenía ya el pie en la primera grada de la escalera del sollado, cuando el gitano, que se había hundido en el diván, le gritó: Blasillo, bebamos, hijo mío, y hablemos de la monja y del escalo del convento de Santa Magdalena. ¡Beber... hablar!... ¿en este momento? preguntó Blasillo, confundido, abandonando el cordón de seda rojo que iba a servirle para subir la escalera.

No volverán». Al decir esto, un terrible chasquido sonó bajo nuestros pies en lo profundo del sollado de proa, ya enteramente anegado. El alcázar se inclinó violentamente de un lado, y fue preciso que nos agarráramos fuertemente a la base de un molinete para no caer al agua. El piso nos faltaba; el último resto del Rayo iba a ser tragado por las olas.

Entre la tripulación había ingleses, franceses y españoles; pero el núcleo mayor lo formaban los holandeses y los portugueses. En conjunto, seríamos cuarenta. Los marineros dormían en las tarimas del sollado, y cuando hacia calor, ponían las hamacas en la cubierta.

El más inocente de aquéllos tenía unas cuantas muertes, sobre la conciencia. En el rancho del sollado reñían a todas horas unos contra otros. Muchas veces había algún muerto. Lo echábamos al mar y seguíamos adelante. Dirigía a los holandeses Ryp, el cocinero de El Dragón, un hombre que tenía todo el cuerpo tatuado con la figura de los barcos en donde había servido.

Al desaparecer todos por la escalera del sollado, el de la comisaría habló a Ojeda en voz baja. Una hora después, cuando los emigrantes estuviesen encerrados, vendría el carpintero para meter el cadáver en el cajón. No había que esperar, como otras veces, las horas reglamentarias. Cuanto más pronto saliesen de esto, sería mejor.

Entonces los que quedan, si es que queda alguno, se lanzan ágilmente al abordaje como gatos salvajes, el puñal entre los dientes y la pistola en la mano; viene una lucha cuerpo a cuerpo, se mata, se muere... pero siempre se recoge gloria y... esto es todo. ¡Por los dolores de Nuestra Señora, que no esté yo en su lugar! ¡oh! , ¡que no esté yo en su lugar, hijo mío! repitió lanzando un ardiente suspiro, pero desapareciendo velozmente en el sollado.