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Actualizado: 30 de junio de 2025
El más inocente de aquéllos tenía unas cuantas muertes, sobre la conciencia. En el rancho del sollado reñían a todas horas unos contra otros. Muchas veces había algún muerto. Lo echábamos al mar y seguíamos adelante. Dirigía a los holandeses Ryp, el cocinero de El Dragón, un hombre que tenía todo el cuerpo tatuado con la figura de los barcos en donde había servido.
Ryp Timmermans, el cocinero, poseía un estómago que era una especialidad; bebía lo mismo alcohol puro que petróleo, aguarrás o tinta; rompía las monedas con los dientes, y hasta rompía el cristal. Cosa que él agarrara con los dientes no había manera de quitársela.
El teniente contestó que podíamos atacarlos y vencerlos, porque estábamos bien armados; pero no quería hacer una carnicería inútil, y que, si nos desembarcaban en cualquier punto, nosotros nos iríamos, dejando el tesoro de Zaldumbide. Poco después, el cocinero Ryp vino con la misma proposición; también quería las cajas de Zaldumbide.
Al principio no nos debieron oír; después vimos a la luz de la luna que el barco se acercaba a nosotros con las velas desplegadas. La gente de Ryp debió darse cuenta de nuestros gritos y comenzó a dispararnos. Smiles y yo nos echamos al agua y, nadando, llegamos a coger la goleta. Cuando yo me encontré sobre cubierta, prometí no volver a aquel maldito paraje.
Ryp Timmermans tenía como pinche un chino, el chino Bernardo; un chino rubio que se dedicaba a cazar todas las ratas del barco y a comérselas. El jefe de los portugueses era un mestizo de indio, lacrimoso y sucio, que hacía de intérprete, y se llamaba Silva Coelho. El contramaestre, Old Sam, muchas veces no podía sujetar aquella gente y buscaba el auxilio del capitán.
No tuvimos tiempo de hacer uso de nuestras armas, y quedamos prisioneros. Por lo que dijo Allen, los dos blancos eran, uno, Ryp Timmermans, el cocinero de El Dragón, y el otro, un marinero holandés llamado van Stein. Ambos llevaban más de un año buscando el tesoro, pero no daban con él.
Ryp y van Stein, más tenaces, se quedaron allá; renegaron de su religión, y, convertidos al mahometismo, se casaron con moras, y eran los jefes de un aduar establecido en un pequeño oasis con unos cuantos pozos salobres, un bosquecillo de palmeras y acacias espinosas y arganes. Los dos renegados y los moros nos llevaron a Smiles, Allen y a mí prisioneros a su aduar.
Ryp suponía que teníamos algunos datos, y nos aseguro que, mientras no dijéramos lo que sabíamos, no saldríamos de allá. Allen estaba dispuesto a callar. Smiles y yo nada podíamos decir, porque nada sabíamos. Estuvimos en aquella barraca un mes; nos daban dé comer un poco de pan, pescado salado, leche y miel. Los moros del aduar eran la mayoría salvajes; mestizos de negros.
De pronto, en la calma de la tarde, oímos voces. Eran Ryp y van Stein. ¿No se ve a nadie? preguntaba Ryp. A nadie. Habrán atravesado el río, quizá. Y, después de todo, ¿qué nos importa por ellos? dijo van Stein. ¡Qué nos importal replicó el otro . A mí no me chocaría nada que el moreno sepa dónde está el tesoro.
Había llegado a dar más importancia al tesoro que a su vida. ¿Quieres que te diga dónde está el tesoro, para quedarte con él y luego matarme? solía decir por la noche . No, hijo mío, no. Nosotros, Smiles y yo, le decíamos que se entendiera con Ryp; yo, por mi parte, estaba deseando salir de allí, aunque fuera con las manos vacías. Allen no quería.
Palabra del Dia
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