United States or Tanzania ? Vote for the TOP Country of the Week !


Estaba satisfecho, cual si se hubiera creado y visto que era bueno. «Porque yo decía esforzándose en aliar la verdad con la modestia , no soy de lo peorcito de la humanidad. Reconozco que hay seres superiores a , por ejemplo, mi mujer; pero ¡cuántos hay inferiores, cuántos!». Sus atractivos físicos eran realmente grandes, y él mismo lo declaraba en sus soliloquios íntimos: «¡Qué guapo soy!

Si hablare el rey, imite cuanto pueda La gravedad rëal; si el viejo hablare, Procure una modestia sentenciosa; Describa los amantes con afectos Que mueva con extremo á quien escucha; Los soliloquios pinte de manera Que se transforme todo el recitante, Y con mudarse así mude al oyente. Pregúntese y respóndase á mismo; Y si formare quejas, siempre guarde El debido decoro á las mujeres.

Acentuándose sus místicos sentimientos, imprimió el mismo año, en Valladolid, los Cuatro solilóquios... llanto y lágrimas que hizo arrodillado delante de un Crucifijo, pidiendo a Dios perdón de sus pecados, después de haber recibido el hábito de la Tercera Orden de Penitencia del seráfico Francisco; es un patético librillo de arrepentimiento que debe ser anotado como precedente de la inesperada transformación que veremos operarse en la vida de Lope antes de mucho tiempo.

De esta suerte, en soliloquios románticos, acerbos y dignos de Hamlet, siempre que estaba sin Chemed; y en coloquios amenos, en pláticas tiernas, y en juegos y risas, cuando Chemed aparecía, vivió Mutileder; y así se pasó el tiempo, caminó la nave, se detuvo en varios puntos de África y en algunas islas del archipiélago de Grecia, y llegó al fin a Tiro, capital entonces de Fenicia desde la ruina de Sidon, cuando los filisteos, rubios descendientes de Jafet, vinieron de Creta por mar, mientras que del lado del desierto de Arabia entraban los israelitas en la tierra de Canaan y lo llevaban todo a sangre y fuego.

Embebido en mis pensamientos me sorprendí varias veces a mismo riendo como un pobre de mis propias ideas y moviendo maquinalmente los labios; algún tropezón me recordaba de cuando en cuando que para andar por el empedrado de Madrid no es la mejor circunstancia la de ser poeta ni filósofo; más de una sonrisa maligna, más de un gesto de admiración de los que a mi lado pasaban, me hacía reflexionar que los soliloquios no se deben hacer en público; y no pocos encontrones que, al volver las esquinas, di con quien tan distraída y rápidamente como yo las doblaba, me hicieron conocer que los distraídos no entran en el número de los cuerpos elásticos, y mucho menos de los seres gloriosos e impasibles.

Entretenido con su monólogo acababa de tropezar en firme contra una piedra, y como llevaba el pie desnudo en flexible sandalia, se lastimó no poco los dedos y aun creyó ver estrellas por el aire, sin que hubiese anochecido todavía. Los soliloquios distraen y tienen estas contras.

Al escribir la historia de Morsamor, nosotros haríamos célebre esta gruta, aunque ya no lo fuese, pero nos ahorra el trabajo de darle celebridad la que ya tiene desde antiguo por la circunstancia de haber imitado a Morsamor, sin saberlo, el glorioso poeta Luís de Camoens, que, pocos años después, solía ir allí a meditar y a entregarse a los más poéticos soliloquios.

«, ella era feliz, pensaba; más valía así». También Emma vivía muy contenta y le trataba a él mejor que antes, y a veces le daba a entender que le agradecía también la iniciación en aquella nueva vida... del arte, como llamaban en casa a los trotes en que se habían metido. Todos eran felices, menos él... a ratos. No estaba satisfecho de los demás, ni de mismo, ni de nadie. Debía serse bueno, y nadie lo era. En el mundo ya no había gente completamente honrada, y era una lástima. No había con quién tratar, ni consigo mismo. Se huía; le espantaban, le repugnaban aquellos soliloquios concienzudos de que en otro tiempo estaba orgulloso y en que se complacía, hasta el punto de quedarse dormido de gusto al hacer examen de conciencia. Ahora veía con claridad que, en resumidas cuentas, él era una mala persona. Pero ¿de qué le valía aquella severidad con que se trataba a mismo a la hora de despertar, con bilis en el gaznate, si después que se levantaba, y se lavaba, y se echaba mucha agua en el cogote, resucitaba en él, con el vigor de la vida, con la fuerza de su otoño viril, sano y fuerte, la concupiscencia invencible, el afán de gozar, la pereza del pecado convertido en hábito? Aquello iba mal, muy mal; su casa, la de su mujer, antes era aburrida, inaguantable, un calabozo, una tiranía; pero ya era peor que todo esto, era un... burdel, , burdel; y se decía a mismo: «Aquí todos vienen a divertirse y a arruinarnos; todos parecemos cómicos y aventureros, herejes y amontonados». Este amontonados tenía un significado terrible en los soliloquios de Bonis. Amontonados era... una mezcla de amores incompatibles, de complacencias escandalosas, de confusiones abominables. A veces se le figuraba que aquella familiaridad exagerada de los alemanes, los cómicos, y su mujer, era algo parecida a la cama redonda de la miseria; podía no haber allí ningún crimen de lesa honestidad..., pero el peligro existía y las apariencias condenaban a todos. Marta, que iba a casarse con el tío Nepomuceno, admitía galanteos subrepticios del primo Sebastián, un cincuentón verde y bien conservado, que de romántico se había convertido en cínico, por creer que en esto consistía el progreso. Sebastián, antes tan idealista y poético, ahora no podía ver una cocinera sin darle un pellizco, y esto lo atribuía a que estábamos en un siglo positivo.

Un día mil veces funesto, mil veces lúgubre, mi amita se presentó ante con traje bajo. Aquella transfiguración produjo en tal impresión, que en todo el día no hablé una palabra. Estaba serio como un hombre que ha sido vilmente engañado, y mi enojo contra ella era tan grande, que en mis soliloquios probaba con fuertes razones que el rápido crecimiento de mi amita era una felonía.

Principiaba a creerse una nulidad, y allá en sus soliloquios desesperados, cuando le salía mal alguna de las bajezas con que se procuraba dinero, se escarnecía sinceramente, diciéndose: «soy pior que una caballería; soy más tonto que un cerrojo; no sirvo absolutamente para nada». El considerar que había llegado a los cincuenta años sin saber plumear y leyendo sólo a trangullones, le hacía formar de su endivido la idea más desventajosa.