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Actualizado: 26 de julio de 2025


Yo te daré libertad A y á Silvia al momento, Si teneis conocimiento De pagar tal voluntad. Mil ducados he de dar Por los dos, y lo que quiero Que me deis dos mil, empero Haveismelo de jurar. Y asi sobre vuestra fe Os partireis luego á España. Señor, á merced tamaña Qué gracias te rendiré? Yo prometo de inviallos Dentro de un mes sin mentir, Aunque los sepa pedir Por Dios, ó sino roballos.

La otra es la Ocasion, si estas dos vienen Y con tu Aurelio tienen estrecheza, Verás á su braveza derribada Y en blandura trocada, y con sosiego Regalarse en el fuego de Cupido. Pues esas dos te pido que me invies, Y que no te desvies desta impresa. Tu mandado haré con toda priesa. Vanse. Salen AURELIO y SILVIA.

Devorando la lectura, al terminar ese primer capítulo, el maestro de francés se sentía pálido y desfalleciente; sus ojos se humedecían, gruesas gotas de frío sudor le chorreaban por las sienes... La historia del regimiento y del coronel era falsa, falsísima; pero entre él y su mujer hubo de por medio cierto abogadillo de París... Y su mujer, la hembra más histérica y perversa, llegó a vengarse de sus justas imprecaciones de marido burlado, insinuándole mefistofélicamente una duda sobre la legitimidad de Silvia... ¡Como tantas otras veces, la realidad era pues más cruel e inverosímil que la novela!

Y este cristiano, Silvia, este cristiano, Este cristiano, Silvia, es quien me tiene Fuera del ser que á moras es debido, Fuera de mi contento y alegria, Fuera de todo gusto, y estoi fuera, Que es lo peor, de todo mi sentido.

Esta pobre mujer tenía gran apego á la casa, cuyas barreduras había recogido diariamente durante luengos años; tuvo en gran estimación á Doña Silvia, la cual nunca quiso dar á nadie más que á ella los huesos, mendrugos y piltrafas sobrantes, y amaba entrañablemente á los niños, principalmente á Valentín, delante de quien se prosternaba con admiración supersticiosa.

Una Silvia venia A donde yo me embarqué, Y segun que yo miré, No en tanto alli se tenia. Esa es: yo la compré. Si es esa, yo decir Que es hermosa sin mentir, Y que no es tan cruda, altiva, Que su condicion esquiva A ninguno haga morir. Traela á casa, señor, luego, Y ten las riendas al miedo, Y tu verás si yo puedo, Como á mis manos y ruego Amaine el casto denuedo.

El maestro contestó, con un dejo de orgullo, que no pasó inadvertido a las maliciosas orejas de los muchachos: Era mi hija Silvia... ¿Cómo, monsieur Jaccotot?... preguntó todavía Aguilar, con no fingida sorpresa. Nosotros nada sabíamos de que usted fuera viudo... Monsieur Jaccotot meneó la cabeza en forma de negación...

La mesa en que el estudiante escribía entró en la casa de la misma manera, y la vajilla buena que se usaba en ciertos días fue adquirida por la quinta parte de su valor, en pago de un pico que adeudaba una amiga íntima. Doña Silvia había hecho el negocio, que doña Lupe no se atreviera a tanto.

Y querer mora á cristiano? Eso mejor lo entiendes. Ay Silvia, como me ofendes Y me lastimas temprano! Yo, mi señora, en qué suerte? Escucha, y te lo diré, Que escuchandome, bien Que vendrás á enternecerte.

Compróle mi marido, y está en casa, Y puesto que con lagrimas y ruegos, Con suspiros, ternezas, y con dadivas Procuro de ablandar su duro pecho Al mio, que contino es blanda cera, El suyo se me muestra de diamante: Ansi que, Silvia hermana, como has dicho Que al cristiano no es licito gusto En cosas del amor á mora alguna, Tus razones me tienen ofendida, Y con aquesas mismas se defiende Aurelio, á quien ha hecho tan cristiano El cielo para darme á mi la muerte.

Palabra del Dia

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