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Actualizado: 2 de julio de 2025
Con el cabello duro y rojizo, sus gruesas gafas y el enorme mostacho cayendo a ambos lados de la boca y encuadrando la mandíbula, no era ciertamente hermoso como Selivestroff, pero tenía la magia irresistible del arte.
Y del sello roto saltaba un caballo rojizo. Su jinete movía sobre la cabeza una enorme espada. Era la Guerra. La tranquilidad huía del mundo ante su galope furioso: los hombres iban á exterminarse. Al abrirse el tercer sello, otro de los animales alados mugía como un trueno: «¡Aparece!» Y Juan veía un caballo negro.
El sol agonizante teñía de suave carmesí el verde de la llanura, espolvoreado de blanco y amarillo por las flores silvestres. Sobre esta extensión, en la que todos los colores tomaban un tono rojizo de lejano incendio, marcábanse las sombras de los caballos y los jinetes estrechas y prolongadas.
Miraba á un lado y á otro con extrañeza y disgusto. A pesar del amplio velo que defendía su cara, el polvo rojizo del camino había cubierto sus facciones y su cabellera. Sus ojos delataban una gran desesperación y todo en su persona parecía gritar: «¿Dónde he venido á caer?»
Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas. Es yerba, constató el malacara, haciendo temblar los labios a medio centímetro de las hojas coriáceas. La decepción pudo haber sido grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a pasear.
Maltrana, menos sensible a la emoción musical, examinaba de espaldas a esta mujer, fijándose en su nuca blanca, ligeramente sombrecida como el marfil antiguo. El casco de su cabellera tenía junto a las raíces un dorado tierno, que iba coloreándose hasta tomar en la superficie el tono rojizo del cobre fregoteado.
Hízose todo con tal celeridad y tino, que serían las tres de la tarde no más cuando en la estancia, ordenada ya, y junto al balcón abierto, leía el Padre Arrigoitia en su Breviario las oraciones por los difuntos, y Lucía le contestaba entre sollozos «Amén». La llama de los cirios, devorada por la claridad gloriosa del sol, no era más que un punto rojizo, en cuyo centro se distinguía la negra raya del pábilo.
En la calma de la capilla apenas iluminada por el resplandor rojizo que entraba por los vidrios, me sentía irritada y nerviosa. Quería rezar y no podía... En vez de formular actos de contrición no hacía más que repetir: Estúpidas, perversas, ridículas... ¡Estas solteronas!...
Así lo declaraban doña Manuela y Teresa, sonrientes, reconciliadas y puestas ambas al mismo nivel. Sus miradas hablaban. Había que hacer algo por los chicos, ya que se querían tanto sus familias. Terminaba la tarde. Por los balcones entraba el resplandor rojizo de la puesta del sol, que se ensanchaba en el horizonte como un lago de sangre.
El fúnebre camino atravesaba la cañada del Oso, revestida a aquella hora de sombrío y tenebroso aspecto. Los campeches, escondiendo en el rojizo terreno sus pies, guarnecían la senda como en fila india, y sus inclinadas ramas parecían echar una extraña bendición sobre el féretro que avanzaba lentamente.
Palabra del Dia
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