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Actualizado: 21 de julio de 2025


Sus cabellos caían, desatados, sobre la seda tornasolada de su vestido; apoyó los brazos sobre la balaustrada del balcón. Iluminada por la luz rojiza de las lámparas del cuarto, y del lado del jardín, por el resplandor pálido de los rayos de la luna, parecía un ser fantástico, de una delicadeza y de un encanto sobrehumanos. Juan gozó en contemplar aquella aparición, goce intenso y doloroso.

Oía la frailuna voz de la devota; veía extraños y complicados resplandores, partidos de la lámpara del viejo; veía la rojiza diafanidad de sus orejas como dos lonjas de carne incandescente; veía la enormidad de su calva iluminada como un planeta; y por último, todos estos confusos y desfigurados objetos se desviaban, dejando todo el fondo obscuro de las visiones para la imagen de Clara que, no desfigurada, sino en exacto retrato, se le representaba, alzando la vista de una labor interrumpida para mirarle.

La luz rojiza de la hoguera, extendiéndose sobre un fondo oscuro, aumentaba el romanticismo de la escena, porque el bosque vecino aparecia como una inmensa caverna, y las sombras de los danzantes, músicos y espectadores, así como las de los mástiles y las copas de los cocoteros, se proyectaban en perspectiva de un modo singular.

Entre esos fuegos blancos y fijos, se destacaba sobre el escollo central la claridad rojiza de Cordouan que, cada minuto, indica el paso. Por un esfuerzo desesperado logró pasar la embarcación, pero fué todo. El viento, las olas, la corriente, la asaltaron en Saint-Palais: la benéfica trinidad de los tres fuegos reflejaba en aquel sitio.

Los tripulantes veían desde la borda á las gentes de tierra correr y agruparse, atraídas por la novedad de un vapor que pasaba al alcance de sus voces. En todos los puntos salientes del litoral surgía una torre chata y rojiza, último vestigio de la guerra milenaria del Mediterráneo.

Rió de la sobriedad de Ferragut, que aclaraba con agua la rojiza negrura del vino italiano. Así debieron beber sus antecesores los argonautas dijo alegremente . Así bebía indudablemente su abuelo Ulises. Y llenando ella misma la copa del capitán, con una dosificación exageradamente escrupulosa de la parte de agua y la parte de vino, añadió alegremente: Vamos á hacer una libación á los dioses.

La blancura de su cutis se delataba al avanzar un brazo fuera de la manga ó al entreabrirse el escote; pero esta blancura estaba borrada en el rostro por una máscara rojiza. Su belleza vigorosa arrostraba sin miedo el sol y el hálito del mar. Un triángulo escarlata cortaba la dulce curva de su pecho, marcando el escote del vestido.

Porque la maldita tartana cumplió tan bien sus instrucciones, que poco a poco el vapor fue velando a las tres embarcaciones que se hundieron en la bruma y desaparecieron cuando el sol no arrojaba ya más que una claridad sombría y rojiza, y las estrellas comenzaban a brillar.

Lo mismo que en las óperas dijo Julio siguiendo los últimos sonidos del coro invisible, que se perdía... se perdía, devorado por la distancia y la respiración nocturna. Tchernoff siguió bebiendo, pero con aire distraído, fijos los ojos en la niebla rojiza que flotaba sobre los tejados.

Sobre ambos, un farol de gas alumbraba con rojiza luz aquella escena indefinible en que la necesidad desesperada, de un lado y la integridad vacilante de otro, se batían con furor. ¡Dinero y hermosura, sois los dos filos de la espada de Satanás! «Soy pobre repitió Miquis, haciendo un esfuerzo ; vete a París. ¡Augusto!». Augusto sintió cólera.

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