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Actualizado: 21 de julio de 2025
Me acuerdo que una tarde a la hora del crepusculo, una tarde semejante a esta, la nube rojiza que corona la cima del monte Eigher estaba en el mismo parage, y quizas era la misma nube, el viento era flojo y tempestuoso, la luna empezaba a lucir sobre el manto de nieve que cubre las montanas; el conde Manfredo estaba como ahora en su torre: ?que hacia alli? lo ignoramos; pero estaba con el la sola companera de sus paseos solitarios y de sus desvelos, el unico ser viviente a quien manifestaba amar; los lazos de la sangre se lo ordenaban, es cierto; era su querida Astarte; era su... ?Quien esta, ahi?
Sí, adiós, ángel mío, es preciso que nos separemos. ¿Ves? la noche ya es menos obscura, las estrellas palidecen y esa claridad rojiza nos anuncia la proximidad de la aurora. Adiós, pues, Rosita mía. Otro beso... uno solo... ¡el último! alma de mi vida. Y el sol doraba ya las altas torres del convento, cuando aun duraba este beso.
El fuego que le animó un tiempo, y que aún no estaba extinguido sino entibiado, no era de esas llamaradas que toman cuerpo rápidamente, brillan y se apagan al punto, sino una llama intensa y rojiza, como la de un hierro candente.
Ansioso de pisar suelo africano y teñir su espada virgen en sangre agarena, saltó Villamelón a tierra, en el sitio que llaman de Cabo Negro, con ánimos bastantes para atravesar todo Marruecos y llegar a Túnez, donde un su abuelo había ganado la Grandeza entrando en la Alcazaba con don Juan de Austria... Mas de repente brotaron de entre las cerradas malezas que cubrían la rojiza playa como el áspero vello de una fiera bestia, varios rifeños dispersos, que recibieron a los exploradores con el fuego de sus espingardas... Villamelón no titubeó un momento: olvidóse de Marruecos, renunció a Túnez y renegó de aquel su abuelo que ganó la Grandeza en la Alcazaba, para ganar él la chalupa a toda prisa y refugiarse en el último rincón de su camarote de la Blanca, sin que volviese a subir sobre cubierta, hasta regresar de nuevo a la Península con patente de enfermo.
La arena de los redondeles ejercía cierta influencia en su ánimo supersticioso. Recordaba las amplias plazas de Valencia y Barcelona, con su suelo blancuzco; la arena obscura de las plazas del Norte y la tierra rojiza del gran circo de Madrid. La arena de Sevilla era distinta de las otras: arena del Guadalquivir, de un amarillo subido, como si fuese pintura pulverizada.
La corriente del Guaporé me ha presentado por todas partes, sobre su ribera izquierda, aluviones modernos, que se estienden hasta un punto que está diez leguas ántes de llegar á la confluencia, en donde he creido notar nuevamente una capa considerable de arcilla cenagosa rojiza, mezclada con aluviones: la orilla derecha se compone entretanto, por el espacio de algunas leguas, de conglomeraciones ferruginosas frecuentemente encubiertas por aluviones, luego de aluviones solamente y de terrenos inundados hasta la confluencia del Mamoré.
La media luz rojiza que de arriba se proyectaba, formaba una especie de neblina compuesta de finísimo polvo oloroso y por los vapores de la fiesta. Encima de los muebles, sobre la alfombra, despojos de flores, ramilletes pisoteados, abanicos olvidados, carnets con anotaciones de baile.
En cuanto a los hombres rojos, eran de gran estatura, piel rojiza y «cabellera no espesa, pero larga hasta los hombros»; rasgos que hicieron pensar a muchos si los hermanos Almagrurinos habrían llegado a tocar efectivamente en alguna isla oriental de América.
El vendedor permanecía inmóvil en una silla rota, sin prestar gran atención a las moscas que revoloteaban en torno de sus labios; y más para espantarlas que para atraer al público, gritaba de tarde en tarde: «¡A perra chica... a perra chica la pieza!» Lo que más abundaba en los puestos era la ferretería vieja y rojiza por el óxido.
Cualquiera que lo hubiese observado mientras que la luz rojiza brillaba en su rostro pálido, en sus ojos extraños y dilatados y sobre su cuerpo flaco, hubiera quizá comprendido la mezcla de piedad desdeñosa, de temor y de sospecha con que era mirado por sus vecinos de Raveloe. Sin embargo, pocos hombres podía haber más inofensivos que el padre Marner.
Palabra del Dia
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