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Viose, pues, a Villamelón, el héroe del combate navo-terrestre de Cabo Negro, que tanto se había asustado con la desnudez relativa de los rifeños, pedir sin repugnancia y obtener sin espanto la mano de una ilustre salvaje completamente desnuda de alma; porque así como en bosques y desiertos se encuentran salvajes que ofenden la decencia con la desnudez de sus cuerpos, así también se encuentran en plazas y salones otros salvajes vestidos por fuera, que insultan el pudor con la desnudez interna de sus almas.

De vivir bajo el sol bárbaro del Mediodía, hubieran sido enteramente salvajes, peores que rifeñosDigo, pues, que nos alojó en su casa como huéspedes, pero no comíamos en su mesa, ni tampoco con la servidumbre, que era numerosa; nos servían aparte. En el Pazo yo comía con los criados. Sin embargo, como cosa de una semana después de vivir en su palacio, nos invitó a que la acompañásemos a comer.

La fiebre levantina enloquecía a los nietos de los rífenos, y eran muchos los que, con la blusa chamuscada, sacudiéndose la lluvia de pavesas, corrían siguiendo la marcha del fuego, deteniéndose para silbar al pirotécnico cuando la traca se cortaba, apagándose por algunos segundos.

El despertar de Villamelón fue horrible: la imagen del terror había quedado grabada de antiguo en su cerebro, bajo la forma de los salvajes rifeños de África, y ellos, con sus espingardas, fueron los primeros fantasmas que vio asomar en su imaginación en ese primer momento de confusión de ideas que sigue al despertar de todo hombre.

Ansioso de pisar suelo africano y teñir su espada virgen en sangre agarena, saltó Villamelón a tierra, en el sitio que llaman de Cabo Negro, con ánimos bastantes para atravesar todo Marruecos y llegar a Túnez, donde un su abuelo había ganado la Grandeza entrando en la Alcazaba con don Juan de Austria... Mas de repente brotaron de entre las cerradas malezas que cubrían la rojiza playa como el áspero vello de una fiera bestia, varios rifeños dispersos, que recibieron a los exploradores con el fuego de sus espingardas... Villamelón no titubeó un momento: olvidóse de Marruecos, renunció a Túnez y renegó de aquel su abuelo que ganó la Grandeza en la Alcazaba, para ganar él la chalupa a toda prisa y refugiarse en el último rincón de su camarote de la Blanca, sin que volviese a subir sobre cubierta, hasta regresar de nuevo a la Península con patente de enfermo.

Los rifeños le habían parecido muy feos en aquella corta entrevista, y tan mal educados, que imposible se hacía a toda persona decente tener trato alguno con ellos. Pidió entonces su retiro, y entró en Madrid triunfante, como Napoleón en París de vuelta de la campaña de Egipto, precedido de la fama de sus hazañas en el combate terro-naval de Cabo Negro.