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Actualizado: 21 de mayo de 2025
Con ese objeto, desde su llegada a Raveloe tenía un gran cántaro de barro pardo, que conservaba como el utensilio más precioso que poseyera entre las comodidades muy escasas que se había concedido. Ese cántaro había sido su compañero durante doce años.
Desde la época en que la niña me fue enviada y en que comencé a quererla como si fuera mía, recibí bastantes luces para tener confianza, y ahora que ella dice que no me dejará nunca, creo que tendré confianza hasta mi muerte. En Raveloe había una época del año que era considerada como particularmente conveniente para casarse.
En efecto, las fiestas de Raveloe estaban en relación con las postas de buey y los barriles de cerveza: se hacían con prodigalidad y duraban mucho tiempo, principalmente en invierno.
En los primeros años del siglo pasado, uno de esos tejedores, llamado Silas Marner, ejercía su profesión en una choza construida de piedra, situada en medio de cercos de avellanos, cerca de la aldea de Raveloe, y no lejos de los bordes de una cantera abandonada.
En esa época, no era raro que en los distritos de provincia se procediera como lo hacía Marner; era cosa sabida que había campesinos en la parroquia de Raveloe, que guardaban sus economías en sus casas, probablemente escondidas en sus colchones de lana; pero sus místicos vecinos, bien que no fueran todos tan honrados como sus antecesores de los tiempos del rey Alfredo, no tenían imaginación bastante atrevida como para premeditar un robo con efracción.
Aquella situación extraña y nueva para él de tener que exponer sus cuitas a los vecinos de Raveloe, de estar sentado al calor de un hogar que no era el suyo, y de sentirse en presencia de fisonomías y de voces que hacían nacer en él las primeras esperanzas de socorro, ejerció sin duda alguna cierta influencia sobre Marner, a pesar de la viva preocupación que le causaba el infortunio.
Al mismo tiempo que hablaba hizo señas con los ojos a dos personas de la reunión, que eran conocidos oficialmente con los nombres de «trombón» y «clarinete», con la seguridad de que expresaban la opinión del cuerpo musical de Raveloe.
Aquellos rizos ondulan con tanta obstinación como un pequeño arroyo bajo la brisa de marzo y se escapan de la peineta que se empeña en recogerlos detrás de la cabeza. Eppie no deja de estar mortificada por esto, porque ninguna joven de Raveloe tiene cabellos parecidos a los suyos y se imagina que los cabellos tienen que ser lacios.
Era la señora Winthrop, la mujer del carretero. Los habitantes de Raveloe no iban a los oficios con regularidad escrupulosa.
¡Ah! bueno repuso el squire, dejándose caer pesadamente en su sillón y hablando con una voz pesada y catarrienta, lo que era considerado en Raveloe como una especie de privilegio de su rango, mientras cortaba un trozo del buey y se lo daba al perro corredor que había entrado con él . Llamad para que me traigan mi cerveza, ¿queréis?
Palabra del Dia
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