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La tía María y Stein atravesaron la turbamulta de criados y cazadores que rodeaban al enfermo. Era este un joven de alta estatura. En torno de su hermoso rostro, pálido pero tranquilo caían los rizos de su negra cabellera. Apenas le hubo mirado Stein, lanzó un grito, y se arrojó hacia él temeroso de tocarle, se detuvo de pronto y, cruzando sus manos trémulas, exclamó: ¡Dios mío, señor duque!

De pronto, el Conde, dirigiéndose a los que le rodeaban, dijo: «Señores: declaro que he sido herido legalmente por el señor Carlos Broschi en un duelo a que yo le he provocado. Les pido, pues, amigos míos, y a mi esposa, en quien reconozco el amor y la fidelidad en todos sus deberes, que no persigan ni importunen a nadie por mi muerte. ¡Y usted, padre mío, bendígame

La muchedumbre se estremeció, hizo la señal de la cruz y permaneció muda. La monja, entonces, haciendo signo con la mano a los que la rodeaban, se puso a seguir el rastro de sangre que el gitano había dejado sobre la arena. Todos marchaban en silencio, llenos de horror; llegaron por fin al matorral que ocultaba al gitano.

No, eso estaba en un porvenir lejano todavía. Debía de ser demasiado grande, demasiado hermoso para estar tan cerca de aquella miserable vida que la ahogaba, entre las necedades y pequeñeces que la rodeaban. Acaso el amor no vendría nunca; pero prefería perderlo a profanarlo.

¡Sancte Raphael!... Ora pro nobis. ¡Omnes sancti Angeli et Archangeli!... Ahora, en vez de ser un santo el invocado, eran muchos, y Dupont erguía su cabeza y gritaba más fuerte, para que todos se enterasen, no cometiendo error en la respuesta. Orate pro nobis. Pero sólo los que rodeaban a don Pablo, podían seguir sus indicaciones.

¡Héctor! ¡Era mi padre! exclamó la joven arrojándose a sus rodillas . Ahora comprendo los secretos que me rodeaban. ¡Oh, que Dios sea bendecido! ¡He sufrido, he sufrido mucho; pero la recompensa es más grande que los dolores soportados! Federico seguía junto a la joven, con la sonrisa de felicidad y la admiración en el rostro.

Los arqueros rodeaban á la pareja y el hombre, azorado, sin comprender una palabra de lo que decían, oprimía con una mano el brazo de la mujer y con la otra apoyaba sobre el pecho el precioso paquete, dirigiendo en torno miradas suplicantes. ¡Ea, muchachos! exclamó Gualtero de Pleyel con imperiosa voz, apartando al arquero que más cerca tenía.

Cesó de quejarse la pobrecita; movió la cabeza, fijando los tristes ojos en las personas que rodeaban su lecho; extinguióse poco á poco su aliento, y expiró. El Ángel de la Guarda, dando un suspiro, alzó el vuelo y se fué.

Cuando al oscurecer del día 27 de Noviembre de 1723 los vecinos de Sevilla se disponían á recogerse en sus casas para entregarse al reposo se vieron sorprendidos por el ruído que por varias calles promovía el toque de trompetas y atabales, el paso de caballos y las voces de no poco concurso que rodeaban á los ginetes. La causa de todo aquello era la siguiente.

Allí cerca estaban amontonados restos de vajilla y de carbón; la valla de un jardín se paraba bruscamente en la roca, y acirates de legumbres, medio invadidos por la hierba, rodeaban un lado de la enorme masa. ¿Quién había escogido tan caprichoso lugar para establecer allí un jardín y para abandonarlo luego? Poco á poco fuí comprendiéndolo.