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Pues allá va el mío camino de los seiscientos, dijo el gigantesco arquero tendiéndose en el suelo, poniendo un pie en cada extremo de su arco y tirando vigorosamente de la cuerda, después de colocar en ella larguísima flecha. Vas á hacer un pan como unas hostias, gandul, le dijo Simón. ¿De cuándo acá pretendes superar á los arqueros veteranos?

Bien pensado el caso, me dije que él no había de necesitarlos más, visto que le salía por pecho y espalda una flecha mía de las gordas.... ¿Qué más, qué más? Nos dimos otra zampada de camino, y éramos lo menos seis mil arqueros cuando llegamos á Isodún, donde también me favoreció la suerte. ¿Otra batalla? ¿Otro par de botas, Simón? se oyó decir á los arqueros. No, algo mejor que eso.

Todos os queremos tener por capitán en esta próxima campaña; y lo que la Guardia Blanca quiere ¿quién lo impide? ¡Pues me gusta! exclamó el barón sin ocultar su contento. La verdad es que si todos aquellos arqueros se os parecen, no hay jefe que no deba sentirse orgulloso de mandarlos. ¿Cómo os llamáis? Simón Aluardo, del condado de Austin. ¿Y el gigante ese?

Lo dicho, es una treta mía con la cual me he ganado muy buenos cuartillos de cerveza allá en las ferias de Hanson, repuso Tristán levantándose y sonriendo satisfecho. La flecha ha caído á ciento treinta pasos más allá de la quinta pica, dijeron varios arqueros y soldados. ¡Seiscientos treinta pasos!

Los arqueros los recibieron con una granizada de flechas que hicieron morder el polvo á filas enteras de los asaltantes.

Cuatro indios arqueros se apostaron para herir a traición al capitán blanco que salía indemne de los combates, y un día que Ojeda avanzaba por la selva, extrañando la ausencia de enemigos, recibió un flechazo en un muslo. Por primera vez su cuerpo manaba sangre. La herida, que era «de hierba», ennegrecióse rápidamente por la acción del tósigo.

Nuestros campeones serán los señores de Abercombe, Percy, Beauchamp y Leiton, y el invencible barón de Morel. ¡Viva! ¡San Jorge le proteja! ¡Buena elección! vociferaron los arqueros. ¡Buena, como hay Dios! exclamó Simón. No hay para un soldado de buena fibra honra mayor que la de tenerle por jefe. Ya veréis á dónde nos lleva, muchachos, y en qué aventuras nos mete.

Á corta distancia de él iban mil doscientos caballeros ingleses, cuyos almetes, petos y armas relucían al sol, formando deslumbrador escuadrón, escoltado por Lord Audley en persona con sus seiscientos arqueros y los cuatro renombrados escuderos que tamaña gloria conquistaran en Poitiers.

Se mantienen á distancia, dijo, porque nuestros veinte arqueros les han causado grandes pérdidas. Pero nos van á matar mucha gente con sus pedreros. Pues una estratagema para que se acerquen, y el barón dió brevemente sus órdenes. Trasmitidas que fueron éstas, los arqueros empezaron á caer como si la artillería y las flechas de los piratas causasen en ellos grandes estragos.

Lo único que nos falta es que Sir León de Morel se avenga á dejar su castillo una vez más y á empuñar la espada, poniéndose al frente de nuestros arqueros. No sería poca fortuna para ellos, observó el físico, porque exceptuando á nuestro príncipe y al noble señor de Chandos, no hay en todo el reino mejor lanza, ni valor más probado que el de Sir León de Morel.