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Actualizado: 6 de junio de 2025


Era un poco repulsivo ver esta explotación, y Martín, sintiéndose patriota, habló de la avaricia y de la sordidez de los franceses. Un ropavejero de Bayona le dijo que el negocio es el negocio y que cada cual se aprovechaba cuando podía. Martín no quiso discutir.

Nunca llegué a acostumbrarme al espectáculo de miseria y de horror que ofrecían; casi siempre me metía en el camarote para no ver aquellos desdichados. Zaldumbide los trataba bien; pero eso no evitaba que el espectáculo fuera repulsivo. El Dragón no era de aquellos clásicos negreros que podían considerarse como ataúdes flotantes.

Este país suele mandarnos grandes novelas: en 1300, la de Dante; en 1500, la de Amerigo; en 1600, Galileo. ¿Cuál es, pues, ahora la que viene de Florencia? ¡Oh! Aparentemente muy insignificante; pero ¿quién sabe? Inmensa por los resultados. Es un discurso de pocas páginas, un opúsculo médico. No atrae por su título; más bien es repulsivo.

Una vez cerca de un río, yendo con la partida, se encontraron con diez o doce soldados jovencitos que lavaban sus camisas en el agua. A bayonetazos acabamos con todos dijo el hombre sonriendo, luego añadió hipócritamente Dios nos lo habrá perdonado. Durante la cena, el repulsivo viejo estuvo contando hazañas por el estilo.

Fuera de la ropa, mejorada en calidad, si no en la manera de llevarla, era el mismo que conocimos en casa de Doña Lupe la de los pavos; en su cara la propia confusión extraña de lo militar y lo eclesiástico, el color bilioso, los ojos negros y algo soñadores, el gesto y los modales expresando lo mismo afeminación que hipocresía, la calva más despoblada y más limpia, y todo el craso, resbaladizo y repulsivo, muy pronto siempre, cuando se le saluda, á dar la mano, por cierto bastante sudada.

Hacía una vida muy activa. Leía enormemente. No me malgastaba, me economizaba. El sentimiento repulsivo de un sacrificio se combinaba con el atractivo de un deber que tenía que llenar con respecto a mismo. Obtenía de esto cierta satisfacción sombría que no era alegría, menos aún plenitud, pero que mucho se asemejaba a lo que debe ser el altanero placer de un voto monacal bien cumplido.

Digo, que acabo de llegar dijo Juan Montiño con cierta tiesura, excitado por el carácter repulsivo de su tío. ¿Pero de dónde acabáis de llegar?... De Navalcarnero. ¡Ah! ¿y quién os envía? Pudiera suceder muy bien que hubiera venido sólo por conocer al hermano menor de mi difunto padre; pero no he venido por eso; vengo porque me envía mi tío Pedro Martínez Montiño, el arcipreste.

La de Rufete no había visto nunca llorar a su tía, la cual, envejecida considerablemente en aquellos tristes días, traía un mantón negro echado por la cabeza, con lo que su aspecto era harto lúgubre y repulsivo. No decía sino: «¡Qué pena, qué bochorno!», y de sus apergaminados labios habían huido los donaires quizás para siempre.

En uno de ellos traía un cristal o monocle hábilmente sujeto, que daba a su fisonomía un aspecto excesivamente impertinente y repulsivo. No gastaba barba, sino largo bigote con las puntas engomadas. Vestía con elegancia que no se ve jamás en provincia, esto es, con cierta originalidad caprichosa de los que no siguen las modas, sino que las imponen.

En el uno creí ver, o más bien recordar, rasgos de la pintura que me había hecho Neluco del Gómez de Pomar casado en aquel mismo pueblo. Las señas del otro no coincidían en nada con las que yo conocía del hermano soltero. Era todavía más innoble su cara que la de éste y más repulsivo el conjunto de su persona: tenía un chirlo en la nariz, que se la dividía casi por mitad, y un ojo medio borrado.

Palabra del Dia

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