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Ni faltaba tampoco el caballero obligado de buena sombra, que dice gracias en voz alta y anda de grupo en grupo «quedándose con todo María Santísima». Era hombre de cincuenta años, poco más o menos, de mediana estatura, color cetrino, ojos saltones y bigote teñido, con las puntas engomadas. Se llamaba D. Acisclo. Un gran humorista.
Cuando más embebida y aun puede decirse entusiasmada se hallaba reconquistado a su juvenil adorador, he aquí que aparece en el pasillo de las butacas Pepe Castro, correctamente vestido de frac, las puntas del bigote engomadas, finas como agujas, los bucles del cabello pegados coquetamente a las sienes, el aire suelto, varonil, displicente.
El dependiente tenía un grano en el pescuezo, que no le dejaba mover la cabeza, y usaba onda pegada sobre la frente con goma de membrillo. ¡Qué asco dan estas ondas engomadas!
En uno de ellos traía un cristal o monocle hábilmente sujeto, que daba a su fisonomía un aspecto excesivamente impertinente y repulsivo. No gastaba barba, sino largo bigote con las puntas engomadas. Vestía con elegancia que no se ve jamás en provincia, esto es, con cierta originalidad caprichosa de los que no siguen las modas, sino que las imponen.
Palabra del Dia
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