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Cuando más embebida y aun puede decirse entusiasmada se hallaba reconquistado a su juvenil adorador, he aquí que aparece en el pasillo de las butacas Pepe Castro, correctamente vestido de frac, las puntas del bigote engomadas, finas como agujas, los bucles del cabello pegados coquetamente a las sienes, el aire suelto, varonil, displicente.

Tan embebida marchaba en su pensamiento, que al llegar a la Cibeles, en vez de tomar la calle de Alcalá para ir a casa de Castro con quien estaba citada para aquella hora dió la vuelta como si estuviera paseando por aquel sitio. Cuando lo advirtió se detuvo vacilante. Al fin se confesó que no tenía grandes deseos de acudir a la cita.

Se hallaba tan embebida en las profundidades de alguna combinación referente al ramo de jardinería, que se dejaba tostar sin piedad por un magnífico sol iracundo y soberbio, como pocas veces solía estarlo. Desde la última vez que la vimos había experimentado en su figura algún leve cambio, no muy fácil de definir. Acababa de cumplir los catorce años.

Genoveva, en cambio, aquella noche estaba más embebida en la calceta que nunca, entreverando, sin duda, por sus puntos, una muchedumbre de consideraciones más o menos filosóficas que la obligaban tal vez que otra a dar con la frente en las manos, lo mismo que cuando se dormita. Por último, la señorita decidiose a romper el silencio.

Todo parecía indicar que estaba embebida en alguna meditación fantástica.

Carmen, embebida en algún pensamiento celestial, sin duda, mostraba una expresión nueva y radiante, y Julio, que la perseguía con ojos interrogadores, no quiso comer sin la sal de las lágrimas con que la niña de Luzmela solía sazonar las familiares viandas. Estaba Salvador muy asombrado de los renglones de Carmen. Se recibió su visita en la casona con mucho agasajo.

La niña, recobrándose, contestó al punto: Si fuese cierto, por vendría.... O no, que a los hermanos no les da tan fuerte. Ya ves lo que se molestan por los míos..., ¡como yo por ellos!... No oyó Carmen estas últimas palabras, embebida en la ilusión de pensar que Salvador pudiera ser su hermano. La otra argulló todavía: El bien me mira....

A fin de decir, sin emplear muchas, algo digno de esta mujer, sería necesario, aunque fuese en grado ínfimo, poseer una sombra siquiera de aquella inspiración que la agitaba y que movía al escribir su mente y su mano; un asomo de aquel estro celestial de que las sencillas hermanas, sus compañeras, daban testimonio, diciendo que la veían con grande, y hermoso resplandor en la cara, conforme estaba escribiendo, y que la mano la llevaba tan ligera que parecía imposible que naturalmente pudiera escribir con tanta velocidad, y que estaba tan embebida en ello que, aun cuando hiciesen ruido por allí, nunca por eso lo dejaba ni decía la estorbasen.

Si vienen ... No se detenga usted un momento más; yo se lo ruego. Me va usted á perder. Clara, Lázaro no hará nada por ti. Su imaginación está embebida en la política. No esperes nada de él. , espero: me salvará. Estoy segura de ello dijo dolorosamente la joven. ¿Por dónde lo sabes? El mismo me lo ha dicho. ¿El? No puede ser. Yo dudo que haya podido verte, según me han dicho.

Parecía embebida por completo en la conversación, describiendo con naturalidad sus impresiones de viaje, expresando sus opiniones con la misma indiferencia que si no mediase entre ellos más que una antigua y tranquila amistad. Luis concluyó por ponerse taciturno. Al fin tuvo resolución para decir, aprovechando un instante de silencio: Cuando me acerqué a estabas muy distraída. ¿En qué pensabas?