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Actualizado: 23 de julio de 2025
Las puertas de los palcos abríanse con estrépito, y aparecían en las barandillas, cubiertas con los colores nacionales, las mantillas blancas, las caras risueñas, los peinados con flores; toda una primavera que era saludada a gritos por los entusiastas de abajo, puestos en pie sobre los banquillos de madera.
Por una parte hacían juego los hombres de buena sociedad, con sus ámplias capas de vueltas de terciopelo y borlas flotantes y sus sombreros de fieltro, llamados en España chambergos, cuando no vestidos con el paltó francés y el sombrero negro de alta copa bautizado en Madrid con el apodo ultrajante de hongo; mientras que las damas elegantes arrastraban sus ampulosos trajes de luciente seda, exagerados de por sí, sin perjuicio de la crinolina, esa peste de todas las concurrencias, y ostentaban sus graciosos peinados y lujosas cabelleras, sin mas adorno que una flor natural, ó cubiertas con una cofia de lana calada de colores, ó el pañuelo de seda en barbiquejo.
En cuanto ésta atentase poco o mucho a la exposición de su belleza, la esquivaba con valor o la modificaba. Rehuía los colores chillones, la profusión de lazos, los peinados complicados. Consideraba a su cuerpo como una estatua y la vestía como tal.
Caído al pié de una silla había un peinador de batista, y medio ocultas por sus huecos pliegues unas botitas de raso negro con pespuntes blancos. Puesto en el borde de una mesilla que sostenía algunos libros ricamente encuadernados, se veía un espejo de mano con mango de marfil. Era el amigo más íntimo, el abogado consultor de la niña, el que decidía sin apelación del efecto de los peinados.
Raimundo, guardando en los oídos el eco de su voz y en su corazón el fuego de sus miradas, quedaba también silencioso, más atento, en verdad, a la música que sonaba dentro de su alma, que a la que venía del escenario. Una noche, tanto pegó el rostro a la cabeza de la dama, que ¡oh prodigio! se arrojó a rozar con los labios sus cabellos peinados hacia abajo en trenza doblada.
Voy a llevarte a la barbería y a raparte la cabeza, dejándotela como un huevo». Si le hubieran dicho que le cortaban la cabeza, no hubiera sentido la chica más terror. «Eso, ahora el moquito y la lagrimita, después me envenenas la sangre con tus peinados indecentes. Pareces la mona del Retiro... Estás bonita... sí... Pero qué, ¿también te has echado pomada?».
De la huerta pasaron á la pomarada y aún fué mayor la alegría y la admiración de D. Félix al verse entre aquellos manzanos tan finos y peinados como elegantes damiselas. No eran como los suyos enormes, frondosos; pero en cambio soportaban en cada rama cuantas manzanas podían, y éstas eran más fragantes y azucaradas. D. César los trataba con una severidad inflexible que pasmaba á su primo.
Miguel escuchó á los cantantes, mientras examinaba la apretada masa de público que podía distinguir desde su asiento. Reconoció á muchos en esta contemplación á vista de pájaro. Vió en las primeras filas una cabeza gris, con los cabellos partidos de la frente á la nuca y peinados hacia adelante hasta confundirse con unas patillas á la austriaca.
Se atrevió a enmendar la plana a las reinantes, así en el vestir y aderezarse, como en el andar; formaron escuela sus atrevimientos, y hubo peinados, y abanicos, y hasta actitudes con su nombre; ambicionábanse sus saludos y sonrisas en la calle y en los espectáculos, entre los hombres y los mocosos distinguidos, casi tanto como los del Tato o los de la Alboni; rayáronle el afrancesado Beronic con que desde su salida del colegio la habían confirmado sus amigas, por horror justificable al sainetesco nombre con que fue castigada en la pila, y la llamaron todos, en papeles y corrillos, para colmo de su gloria y sello de legítima calidad, Nica Montálvez.
Y entre el repique de las castañuelas y redoble de los atabales, avanzaban las cuatro parejas de gigantes, enormes mamarrachos cuyos peinados llegaban a los primeros pisos y que danzaban dando vueltas, hinchándose sus faldas como un colosal paracaídas.
Palabra del Dia
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