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Actualizado: 23 de julio de 2025


El tapiz tenía bajo el pie la consistencia de la tierra firme; los objetos manteníanse en grave inmovilidad y penetraba por las ventanas la brisa oceánica en suaves ráfagas; una brisa discreta que no hacía saltar la velutina de la epidermis ni ponía en desorden los peinados; una brisa regulada, domesticada como la que refresca los salones en las playas de moda.

El ideal se mostraba en su posible desnudez, los brazos remangados hasta el sobaco, el liviano pañuelo de percal arriado hasta donde el pudor empezaba a gritar con fuerza. El mórbido cuello relucía con el sudor, las mejillas se inflamaban y los negros y mal peinados cabellos caían en crenchas sobre la espalda y en rizos sobre la frente salpicada también de menudas y brillantes gotas de agua.

La plaza estaba llena; las calles adyacentes seguían vomitando nuevas muchedumbres, y iodos cabían a fuerza de codazos y empujones, como si fuesen elásticas las paredes de las casas. En torno de la falla agitábase un oleaje de relamidos peinados, de gorras con visera amarilla y de blusas blancas.

Cubrían sus peinados con enormes sombreros de altivas plumas; en una mano llevaban una vela rizada y sin encender, envuelta en un pañuelo de encajes, y con la otra se recogían y ceñían al cuerpo la falda, marcando al andar sus secretas amenidades. Esta devoción primaveral no tenía un rostro compungido.

Se encuentra de cara á la luz y sus negros cabellos, peinados negligentemente hacia atrás, brillan como el azabache, y sus largas pestañas, cada vez que levanta la cabeza, bajan y suben con ligero temblor queriendo evitar los rayos importunos de la luz. El conde no es hermoso, pero tenía mucha razón Octavio al presumir que era un hombre distinguido.

Terminaba el primer acto de "La Walkiria", cayó el telón, y ya encendidas las luces de la sala, buscó el sitio en que debía estar Adriana. Pero apenas creyó distinguirla, el exceso de la emoción le hizo apartar la vista, y se puso a pasearla por todo el teatro, por las mil caras rosadas, los blancos hombros desnudos y los peinados espléndidos cuajados de pedrería.

Vestía traje sencillo de percal azul con pañuelo negro de seda anudado á la espalda, los cabellos sencilla y graciosamente peinados, los brazos un poco más fuertes y macizos de lo que exigiría un escultor, pero blancos é incitantes de todos modos, remangados hasta más arriba del codo; la fresca, mantecosa garganta al aire también.

Aquella mañana no había en doña Luz ascetismo ninguno, o por lo menos, no había acudido aún el ascetismo. Estaba doña Luz vestida con una linda bata, y los cabellos rubios, no peinados aún, recogidos en red sutil. Recostada lánguidamente en una butaca, leía, ya en este, ya en otro, de dos libros que tenía al lado. Eran Calderón y Alfredo de Musset.

Palabra del Dia

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