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Actualizado: 6 de junio de 2025
Rosalía suplicó con más vehemencia que el día anterior, y Torquemada negaba y negaba y negaba, acentuando su crueldad con la pavorosa aparición de la rosquilla en el espacio comprendido entre las miradas de los dos interlocutores. La Pipaón confió a las lágrimas lo que no habían podido conseguir los suspiros.
Cual respuesta pavorosa se oyen gritos lastimeros de mujer, gritos heridos, insoportables, horrendos, voz de espanto miserable que pide amparo á los cielos, y el escape redoblado de un bruto que viene huyendo.
A este bachiller Carrascosa, que así se llamaba, iba a agarrarse nuestro Miguel, si era, se repite, que no le había agarrado la justicia, a fin de que dónde iba y dónde vivía le dijese, aquel irreconciliable enemigo de amor de su bella indiana; y ya apretaba los dientes y crispaba el puño Cervantes, ante él creyéndose en algún apartado sitio donde le llevase, y a sus pies le viese ensangrentado y muerto de alguna buena estocada, y a su doña Guiomar alegre y tranquila al verse libre de aquella su pavorosa y eterna pesadilla; y con estas imaginaciones, y sin pensar en las cuentas en que con la justicia iba a meterse tan sin vacilación ni empacho, íbase embraveciendo Miguel, y crecía tanto en su pecho su amorosa llama, que harto claros indicios de ello daban la brava y siniestra mirada de sus ojos, y el ardoroso aliento que de su pecho salía.
El temblor nervioso que al principio le sacudía iba calmándose; la convulsa, violenta, pavorosa expresión de su rostro lívido y de sus ojos enrojecidos se iba transformando: pálido, agotado, sin fuerzas, parecía él también próximo a caer. ¿Estaba sola cuando se mató? Sola. ¿Habló usted con ella esta mañana? Sí; habló con ella. ¿Estaba triste? Mortalmente. Podríamos ver si ha dejado algo escrito.
La escena aquella no carecía de esa cierta solemnidad pavorosa que producirá siempre el espectáculo de la culpa y la vergüenza en uno de nuestros semejantes, mientras la sociedad no se haya corrompido lo bastante para que le haga reir en vez de estremecerse. Los que presenciaban la deshonra de Ester Prynne no se encontraban en ese caso.
Y esta maldicion horrible que del dolor en la hora Ayela desesperada, de justa venganza ansiosa, pronunció contra el malvado, ignorando su deshonra, ignorando que era madre, cuando lo fué en su memoria, se sublevó turbulenta, sombría, amenazadora; que al maldecir á los hijos de la fiera sanguinosa que asesinó á su familia, maldijo á su sangre propia; y por eso cuando Ataide en su infancia fatigosa, que siempre sobran fatigas donde el dinero no sobra, el bello semblante pálido mostraba, y su linda boca de arcángel no sonreia, la maldicion pavorosa helaba de espanto á Ayela, surgiendo de entre la sombra del imborrable recuerdo de su desdichada historia; y pasaron veinte años de angustias y de congojas para la pobre inocente madre honrada, aunque no esposa, y para el hijo sin padre, del cual fué la herencia sola, con la belleza de Ayela y su sangre generosa, el valor de Aben Jucef y su condicion indómita.
Por la acera, las gentes andaban de prisa, no como personas que se pasean y a quienes la hora poco importa; cada cual con rumbo fijo, al grano de sus negocios, contando los pasos y los minutos. Y sobre todo aquel rumor de océano encrespado, resonaba el grito de los vendedores ambulantes y el toque de corneta del tranvía, que parecía la llamada pavorosa del juicio final.
La mentira y el escondite escénico de su amiga pusiéronla en la situación más crítica del mundo, porque se había hecho a la verdad, y vivía en ella como los peces en el agua. Estaba la pobre señora, con aquellos escrúpulos, como pez a quien sacan de su elemento, y aún le pasó por el magín la pavorosa idea: ¡pecado mortal! En fin que aquello se tenía que concluir.
Y condenado por la Iglesia con penas terribles en el otro mundo y por el poder civil con penas atroces para los deudos en éste, el suicidio, que ha sido en el lejano Japón, como lo fue en la antigua Roma, un límite al sufrimiento y por ende a la crueldad humana, desapareció de las costumbres europeas y llegando, entonces, el sufrimiento y la crueldad consecutiva al máximum de su amplitud posible, quedó centuplicado de golpe, por la sola invención complementaria de los instrumentos de tortura, el poder de los déspotas temporales y espirituales sobre el creyente puesto entre la espada y el infierno, y obligado a capitular con todas las bajezas, humillaciones y penalidades antes que afrontar la pavorosa eternidad.
Varios socios del Veloz corrieron al hospital a ver el cadáver, y en la esquina del ministerio de la Guerra viose todo el día un gran cerco de gente contemplando con cierta curiosidad pavorosa el pie de aquella ventana en que parecía vagar aún la sombra siniestra del crimen.
Palabra del Dia
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