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Es un disparate, y por eso río. No: ¡nunca! El príncipe habló á su vez. Se habían odiado, era cierto, y este odio lo consideraba ahora como una felicidad. ¡Qué desgracia la suya si hubiesen unido por el matrimonio sus dos enormes fortunas y sus dos orgullos todavía más enormes!...

Hasta entonces, durante el lento devanar de los ensayos, el dramaturgo fué una especie de pequeño dictador, sin cuyo consentimiento y beneplácito ninguna iniciativa prevaleció: los actores le pedían la entonación verdadera de las frases difíciles, el pintor escenógrafo le expuso sus bocetos, las actrices le consultaron el color de sus pelucas y de sus trajes, el guarda-muebles aceptó sus órdenes, sin su aprobación el director de escena no hubiese hecho nada... Y en este vaivén de discusiones minúsculas, de reprensiones, de enmiendas, de consejos, seguidos muchas veces á regañadientes y sólo por el imperio de la disciplina, ¡cuántas vanidades chafadas, cuántos pequeños orgullos hervidos, cuántos ocultos rencores surgieron aquí y allá, como espinas, porque el dramaturgo, á pesar de su amabilidad, de la cortés blandura que ponía en sus réplicas y de su vigilante empeño en no disgustar á nadie, no pudo, sin embargo, complacer á todos!... Esa misma impresionabilidad ardiente que caracteriza á los sacerdotes de la farándula les hace susceptibles y vidriosos: ayer fué la primera actriz la que se irritó secretamente contra el autor, porque éste, al enseñarle ella el sombrero con que pensaba «vestir» la obra, no demostró entusiasmarse mucho; hoy es el galán quien se disgusta, porque el dramaturgo, en el ensayo, le corrigió un ademán con demasiada viveza; mañana, en fin, serán la característica, ó la dama joven, ó el actor cómico, los que se creerán ofendidos por el desdichado autor, que preocupado con las multiplicadas peripecias de su obra, al marcharse del teatro no les saludará con bastante afecto...

«¡Qué diablo, alguna había de haber!». Los seductores de la clase media que anhelaban siempre meter la cabeza en la aristocracia, declararon lo mismo: «Ana era invulnerable». Esperará algún príncipe ruso decía Alvarito Mesía, que vivía entre plebeyos y nobles. Alvarito no había dicho nunca a Anita: «buenos ojos tienes». Eran dos orgullos paralelos.

Le hablaba, le refería todas las cosas fuera de razón que me torturaban el alma desde hacía cerca de dos años, le pedía gracia para ella y para . Le suplicaba que me recibiera, que me permitiese volver a ella. Le contaba mi vida entera con el más lamentable y el más legítimo de los orgullos.

Los antiguos griegos habían sido de origen germánico; alemanes también los grandes artistas del Renacimiento italiano. Los hombres del Mediterráneo, con la maldad propia de su origen, habían falsificado la Historia. Pero en lo mejor de estos ensueños ambiciosos, el cruzado del pangermanismo recibía un balazo del «latino» despreciable, bajando á la tumba con todos sus orgullos.

Entonces, satisfacciones del Lujo, regalos del Amor, orgullos del Poder, todo, todo lo gocé con la imaginación, en un instante y en un solo sorbo. Mas luego una gran saciedad me fué invadiendo el alma, y sintiendo el mundo a mis pies, bostecé como un león harto. ¿De qué me servían por fin tantos millones, sino para traerme, día por día, la desoladora afirmación de la vileza humana?

Ciudad cárcel, según él, donde la holganza enmohecía los ánimos más nobles; donde la excesiva proximidad de los mismos orgullos hacía germinar rivalidades monstruosas; donde se vivía bajo continuo espionaje, y cada rendija tenía una mirada, cada colgadura un oído, cada soplo una lengua; donde todo impulso generoso topaba con muros más agobiantes que los que retajaban el escaso recinto de la ciudad, y, donde, en fin, sólo podían librarse del desengaño y del hastío aquellos que tenían el ala asaz nervuda para tender a cada momento su vuelo hacia Dios.

Hay orgullos muy singulares. El que Melchor fundaba en su pipa era disculpable, porque la pipa iba pareciéndose al ébano más puro y reluciente, y el artista, después de arrojar sobre ella, distribuyéndolos bien, chorros de espeso humo, la frotaba con el pañuelo, y se miraba después en aquel espejo de azabache... Cuando concluía de fumar, guardaba la pipa en el estuche y se iba a la cama, de donde no salía hasta la una del siguiente día.

La tierra perdía sus orgullos al ser comparada con la inmensidad acuática. En el Océano habían apuntado las primeras manifestaciones de la vida, continuando luego su ciclo evolutivo sobre las montañas, surgidas igualmente de su seno. Si la tierra era la madre del hombre, el mar era su abuela. El número de los animales terrestres resultaba insignificante comparado con el de los marítimos.

La otra era un fauno obeso; su voz gruesa, su pescuezo corto, su pecho invasor, un bozo recio, que ya era bigote casi, hacían de ella un ser híbrido, en el que los dos sexos se confundían. Estaba esa noche verdaderamente constelada de diamantes, desde la cabeza hasta los dedos, y como los tenía, y muy buenos, uno de sus orgullos era colgárselos para exhibirlos.