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A la izquierda el río oculto entre el follaje de la Casa de Campo; delante el Guadarrama con su crestería recortada que se destaca puramente con el azul del cielo; a la derecha la Dehesa de la Villa, el camino de Amaniel, los campos verdes de la Moncloa.

Allí estaban la falda negra plegada en menudas tablas con primoroso arte, y el abrigo corto de rico paño gris que tiempo atrás lució Cristeta en el paseo del Retiro, el otro abrigo forrado de seda roja que llevó a la cita en la Moncloa, el cuerpo encarnado con botoncitos de plata que se puso la tarde del teatro, y encima de todo un boa gris y un sombrero negro de ala grande y pluma rizada.

De todos modos, Fantomas era un tipo interesante. Tenía ojos de gato y dientes agudos de animal de presa. Era en aquellos días en que las autoridades le vigilaban celosamente los periodistas hemos fabricado el tópico de que los policías son muy celosos . ¡Le habían hallado una calavera y un pijama negro! Esto indicaba que se trataba de un apache peligroso, de un terrible souris de hotel. Fantomas se pavoneaba en la apoteosis de su gloria y fumaba cigarrillos turcos como una cocota. Realmente tenía un alma enferma de cocota en un cuerpo delirante de histerismo. Era un hombre marioneta, producto patológico de la vida artificial que empieza en una cena montmartresa del Palace y termina con una borrachera de éter en un burdel elegante. Valses vieneses, rameras viejas, pintadas y bien vestidas; artificio, morfina, pases de bacarrat... Todo esto formaba la careta de Fantomas la veladura de su fisonomía espiritual. En el fondo, yo creo que se trataba de un buen chico que tenía unos furiosos deseos de epatar y cogió un mal camino: el del hotel de la Moncloa. Pero él hubiera llegado a la escalerilla del patíbulo con tal de que la gente le creyese un hombre terrible. Era un enamorado de lo extraordinario, de lo singular, un sugestionado por los libros de andanzas policíacas. Aquí no se conoce bien su tipo modelo.

Acordándose entonces del último diálogo que tuvo con su sobrina cuando ella le mandó llamar después de ver a don Juan en la Moncloa, el estanquero pensó: «El grandísimo pillo me busca; tenía razón la chica; pues que iré, y veremos por dónde respira. ¡Canalla...! ¡A ese que no le faltará dinero para tener queridas!» <tb> Son las once Y media de la mañana.

Allí se apean un momento, entran en un café-restaurant y encargan el almuerzo para las doce: vuelven a montar y siguen paseando por la Moncloa, dejan el coche cerca de la fuente de las Damas y suben lentamente por un montecillo cubierto de pinos hasta colocarse en un alto y deleitoso paraje tapizado de césped desde donde se divisa el único paisaje digno que tiene la capital de España.

Tanto se envalentonó don Juan a consecuencia de la entrevista en la Moncloa que, por conducto de Julia, envió a su hermosa deseada la carta siguiente: «Cristeta de mi vida: No renuncio a que hablemos en lugar seguro. Tu marido está muy lejos de Madrid, y nada tiene de particular que una señora pase a cualquier hora del día por esta calle. Aquí en mi casa te aguardo mañana a las tres.

La mañana, la niebla, el miedo, el misterio, ¡hasta el sitio...! Aquí venían con sus amantes las damas de tiempo de Carlos IV; en este palacio de la Moncloa debían de tener sus citas Godoy y María Luisa. ¡Cuántas picardías habrán visto esos merenderos! ¡Si pudiese hablar esa ropa que hay tendida! ¡Pobre Manzanares, cuánta burla le han hecho!; arroyo aprendiz de río, dijo Quevedo; río con mal de piedra, le llamó Lope... ¡Si hubiese por aquí una casita decente!

Gabriel, corrí a la Moncloa, me acerqué a los grupos en que eran reconocidos los cadáveres, y anduve de un lado para otro esperando encontrarte entre aquellos que, abandonados hasta en tan triste ocasión, no tenían quien formara a su alrededor concierto de llantos y exclamaciones... Al fin encontré al sacerdote; pero no estabas a su lado, pues unas mujeres compasivas, habiendo notado que vivías, te habían llevado a un paraje próximo para prodigarte algunos cuidados.

No creyó ver sino que con los ojos del alma vio a Cristeta como estaba la primera vez que hablaron: falda muy hueca, de percal, pañoleta de espuma al talle, zapatitos con galgas y moño bajo, lleno de flores; todo el atavío gitanesco; pero no en el cuarto del teatro, sino en aquella plazoleta de la Moncloa situada junto a la fuentecilla.

Sólo el hecho de haberme citado en la Moncloa demuestra que esta pobre chica no tiene experiencia ni pizca de malicia. ¡Está monísima! Ahora, ahora que no está en Madrid el bestia de su marido, es cuando tengo que domesticarla. Y ha de ser en mi casita. ¡Venus a domicilio! ¡Vaya si vendrá! La verdad es que lo más cómodo es que ellas vengan a verle a uno. ¡Y cómo les gusta!