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Actualizado: 20 de julio de 2025
Mario fue un lunes algo tarde a la oficina, como de costumbre. En el despacho, a más de la de él, que era el jefe, había otras tres mesas para los oficiales.
Mario convidó a sus amigos los tertulios del café del Siglo, Miguel Rivera, Adolfo Moreno, Llot, Oliveros, Romadonga y tres o cuatro compañeros de oficina: los señores de Sánchez, a varias distinguidas familias del comercio, y entre ellas a la del mismísimo presidente de la Liga de Productores, propietario de una gran fábrica de ladrillo refractario en las afueras de Madrid.
En el pasillo se oyó la voz de la chula que decía dirigiéndose al mozo: Chico, traiga usted un poco de agua y vinagre. Los esposos quedaron solos. Se miraron uno a otro con asombro, y ambos a la vez soltaron la carcajada. Me parece dijo Mario cuando hubo sosegado la risa que D. Laureano ha infundido demasiada vida a esa chica.
La novela quedó deshecha en un instante. En su vista el delegado y Mario tornaron el tren de la mañana para la capital, por ir más de prisa. El cojo quedó detenido por si acaso, y se dio orden para que se le trasladase a Madrid. Mario, profundamente abatido, guardaba silencio mientras el tren se acercaba velozmente a la capital. Las lágrimas corrían a menudo por su rostro pálido y ojeroso.
Mario logró desasirse, y besando con efusión las manos de su esposa, exclamó sonriendo, mientras bañaban su rostro las lágrimas: ¡Qué niños somos! Parece que me estoy despidiendo para el fin del mundo. Y salió de la estancia precipitadamente. Carlota le siguió, y en lo alto de la escalera volvieron a abrazarse. Cuando hubo salido a la calle y traspuesto la esquina, se detuvo.
Las relaciones entre ella seguían siendo en la apariencia tan cordiales; pero cada cual percibía un dejo de inquietud, cierto embarazo que procuraban ocultar exagerando la sonrisa, acentuando la nota cómica. Mario sentía la falsedad de su situación en aquella casa y notaba bien que todos los demás la sentían igualmente.
Era D. Dionisio Oliveros un antiguo empleado del ministerio de Ultramar, jefe del negociado donde servía Mario, que ya muy tarde, cuando pasaba de los cuarenta, se sintió irresistiblemente llamado a conquistar la gloria de la literatura.
Paseó su mirada lánguida por los circunstantes esperando que se le pidiese explicación de aquel cansancio. Pero D. Laureano atendía a su juego; Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura; Miguel Rivera, que hacía un rato había llegado, se le quedó mirando fijamente y con cierta sonrisa burlona. El único asequible en aquel momento era Mario. A él se dirigió metiéndole la boca por el oído.
Lo mismo Carlota que su novio no pudieron menos de sonreír. Trascurrieron algunos minutos en silencio. Pero vamos a ver profirió después volviéndose airada hacia ellos, ¿cuándo me van ustedes a dejar en paz? ¿Se quieren ustedes casar pronto, empachosos? De eso se trata respondió gravemente Mario.
Mario sentía al mismo tiempo pesar y alegría de este olvido porque, si anhelaba acercarse a su ídolo, temía el instante de la presentación como un trance apuradísimo. Buenas noches, señores dijo una voz bronca, profunda. Hola, D. Dionisio, ¿cómo estamos? preguntó distraídamente D. Laureano, sin apartar la vista de la preciosa chula que había descubierto.
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