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Actualizado: 22 de junio de 2025


Renuncio á describir las mil manifestaciones frenéticas que constituyen la ovación del triunfador salvaje; como renuncio á pintar el sereno orgullo de aquel bello demonio, de aquel majo que reune en su persona, para las mujeres de cierta condición, el ideal del valor y la galantería. ¡Ay del Espada si la suerte le es adversa!

Antoñico, que vió su rostro contraído, se apresuró á alejarse juntándose á Soledad, que también había advertido la maniobra y estaba irritada y seria. ¿Qué te decía Antonio, querida? preguntó el majo. ¡Antonio! exclamó la morena con sorpresa. ¿Qué me había de decir Antonio?... Nada. ¿No estaba hablando contigo en este momento?

Su viaje le había servido para convencerle del absoluto olvido que su amor generoso merecía á la hija del guarda, de la ciega pasión que ésta había concebido por el majo de Medina. Y, sin embargo, aunque lo mereciese, le era imposible despreciarla, ni aun dejar de amarla.

Pica de él si quieres. Muchas gracias respondió Antonio, rechazándolo. Velázquez lo miró con sorpresa. ¿Es que no tienes cuchillo? tengo... pero no gasto ese tabaco... fumo de cajetilla... balbució torpemente. ¡Allá ! profirió el majo alzando los hombros. Y con toda calma se puso á picar, mientras el otro sacaba un pitillo hecho y lo encendía. Hubo largo silencio.

Desde su rompimiento, la joven guardaba en el fondo de su pecho hacia el majo un sentimiento indefinible, mezcla de rabia y simpatía, de desprecio y amor. Velázquez, que siempre había sido poco amigo de echar las piernas al alto, se negaba, haciendo, sin embargo á su antigua novia mil cortesías, mostrándose con ella extremadamente dulce.

¿De veras, chiquillo? De veras, María-Manuela. Toma una caña por la gracia. Venga la caña. Velázquez echó al aire el contenido, lo recogió con singular destreza y lo vació después en la boca sin perder una gota. ¡Eso sabrás hacer, desaborío! exclamó María-Manuela. En mis buenos tiempos sabía algunas cosas más manifestó el majo limpiándose con calma los labios. Pronto has venido á menos.

Pero éste alzó los hombros y respondió, como siempre, con una desvergüenza. El majo se hallaba en una tensión de espíritu insoportable.

Agregad á la gracia del vestido cierto aire de satisfaccion vanidosa, un acento ruidoso, muy marcado y de guapeton, el sombrero inclinado sobre una ceja, el cigarrillo en la boca, haciendo escupir por el colmillo, la gran navaja corva de cabo agudo y resortas, llena de labrados y adornos, medio asomando por un bolsillo ó por debajo de la banda, y el garrote en la mano, pendiente del puño con una manija de seda ó cuerda, y dando vueltas á veces en molinete, cuando no sirviendo de puntal, y tendreis la figura completa del majo sevillano.

Todos envidiaban á Velázquez aquella mujer elevada y arrogante como una torre de marfil, de pies diminutos y lindos como los de Hebe la inmortal copera de los dioses. Pero nadie osaba requebrarla en voz alta, porque el majo tenía fama de puntilloso y agresivo. Tan sólo Antonio, como amigo íntimo, tuvo fuero para exclamar: Dios guarde á la rosa hechizá.

¿Quién va? dijo desde dentro una voz bien conocida. Velázquez puso los labios sobre la cerradura y respondió en voz de falsete: Abre. ¿Quién es? preguntó Soledad. Antonio. Aguarda un momentito. Oyó el majo, con el corazón palpitante, el rechinar de una cama y el ruido de unos pies que se ponen en el suelo. Al instante se abrió la puerta. Pasa dijo Soledad con voz apagada. Velázquez obedeció.

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