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¡, don Fermín, por Dios! exclamó doña Lucía, juntando las manos segura estoy de que recobrará la salud aquella querida niña, si usted le lleva el consuelo de su palabra. No se atrevía a llamarla su hija. La creía de Dios, sólo de Dios. Después se habló de otra cosa.

Todos estos dolores, tribulaciones y combates espirituales no es de maravillar que produjesen en Doña Blanca una enfermedad aguda, sobrexcitando sus males crónicos. Poco después de la conversación entre Clara y Lucía, de que acabamos de dar cuenta, visitaron á la enferma los dos médicos mejores de la ciudad. Ambos convinieron en que su dolencia era de cuidado.

Lucía, que era aficionada á hablar, soltó la tarabilla y prosiguió diciendo: ¡Pobre Clara! Figúrese V. lo divertida que estará. Yo no lo dudo; ella se irá al cielo; pero ¡qué! ¿no puede ir uno al cielo con menos trabajo?

He visto los Estados Unidos y el Oriente, sin hablar de Europa; paso los inviernos en París, y los veranos suelo visitar España; mi salud es buena y no soy viejo. Ya ve usted que soy lo que suele la gente denominar... un mimado de la fortuna, un hombre feliz. Es cierto dijo Lucía ; pero ¡quién sabe si por eso mismo estará usted así!

Depositaron a Pilar en una butaca y Sardiola se quedó en pie esperando órdenes. Su mirada, negra y reluciente como la de un cachorro de Terranova, se clavaba en Lucía con sumisión y afecto verdaderamente caninos. Ella, por su parte, se mordía los labios para retener las preguntas que impacientes asomaban a ellos. Sardiola adivinó, con su instinto fiel de animal doméstico, y prevínole el deseo.

Lucía, prevaliéndose del permiso y animada con lo poco de turbación que en su tío advirtió, expuso así una de sus hipótesis: Pues, señor, yo me cegué al principio por exceso de vanidad. Pensé que el cariño de tío que V. me tiene le llevaba, para complacerme, á mirar con interés á Clori y á Mirtilo, y á procurar e buen fin de sus amores. Ya he variado de opinión. Ya la hipótesis es otra.

Miguel, vista la señal, subió a la casa con paso firme y decidido para que el portero no le detuviese. Lucía le esperaba en lo alto de la escalera. Entra sin hacer ruido le dijo apagando la voz cuanto podía; así... sobre la punta de los pies...

La imaginación excitada por el amor, da muchas vueltas... ¡Si Miguel se muriese! me digo. Esta idea me aniquila, me deja yerta, como si el cielo se desplomase... Si te murieses, ¿qué haría la pobre Lucía? Morirse también de pena; y si no se moría, peor para ella... No quiero pensar en eso, Miguel, porque toda me acongojo.

No obstante, alguien hubo que sacó a Lucía del atolladero; y fue ni más ni menos que Sardiola, que conocía a un jesuita paisano suyo, el Padre Arrigoitia, y lo trajo en un santiamén. Era el Padre Arrigoitia alto como una caña, encorvado por la cintura, dulce como el jarabe y tan pegadizo e insinuante como brusco y desamorado su conterráneo el Padre Urtazu.

No hubo champagne, porque ni el Barón ni yo gustamos de ese vino, con algún pesar de Madame Duval, que gusta de él más que de nada. Mi pobrecita hija Lucía, que apenas contaba entonces siete años, inocente como un ángel, luminosa, bella y serena como el lucero del alba, fue la cuarta persona que estuvo en la mesa y comió con nosotros.