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Actualizado: 6 de junio de 2025


¡Señor! pensaba la dama . ¡Qué grande obra sería la de deshacer esta mescolanza que repugna, que envenena, que liberta el vicio de toda sanción social que le marque la frente como con una señal de infamia, y lo contenga, ya que no con el temor de Dios, con la vergüenza al menos y con el respeto humano; que familiariza con el escándalo hasta a las conciencias más rectas, y destruye la poderosa barrera de horror y de extrañeza que debe separar al bueno del escandaloso, y comenzando por hacer a este tolerable, acaba por hacerle pasar por imitable!... ¡Qué grande obra haría quien con el mismo espíritu de caridad cristiana con que se fundan asilos para huérfanos y casas de refugio para doncellas en peligro, fundase un salón para mujeres honradas y hombres decentes, en que sin riesgo alguno de mal ejemplo pudiese encontrar la juventud las justas, legítimas y aun necesarias distracciones propias de sus años; hallar sin desvergonzada levadura ese trato señoril y digno a la vez que alegre y placentero, que afina y suaviza las inclinaciones del hombre, fortalece y alecciona las de la mujer, y fomenta el trato mutuo y el mutuo conocimiento de que brotan castas simpatías, germen de puros y tranquilos amores, que sirven de base solidísima a matrimonios felices y meditados, de que nacen luego familias cristianas y ejemplares!... Y la caridad, la caridad derivada del cielo, única santa y legítima, que todo lo ve con sus ojos de lince, que todo lo abarca con su actividad insaciable, que todo lo precave con su perspicacia amorosa, y no deja dolor sin alivio, ni pena sin consuelo, ni llaga sin remedio, ¿no se ha fijado nunca en esta úlcera ensangrentada?... ¿Acaso es más digna de lástima la pobre labriega, la infeliz criada de servicio que el abandono precipita en un lodazal de escaleras abajo y salva la caridad en una casa de refugio, que la encopetada señorita, la rica heredera que un abandono distinto, sólo en la forma, precipita del mismo modo en otro lodazal de salones adentro?... ¡Y pensar que no es tan difícil el remedio como a primera vista parece; que bastaría quizá que una mujer de prestigio y de energía, cerrando los oídos a indecorosos respetos humanos y a culpables condescendencias sociales, fundase, por el amor de Dios, un salón de refugio, lanzando a los cuatro vientos de la alta sociedad madrileña, por toda esquela de convite, esta estupenda noticia: «La marquesa tal, o la duquesa cual, se queda todas las noches en casa, para las señoras honradas y los caballeros decentes»!...

Cuando el diácono cantó el Ite, misa est, aquella dio un suspiro de consuelo y se dispuso a levantarse y huir de los indecorosos pies que la perseguían. Pero era negocio más arduo de lo que se imaginaba. La iglesia estaba tan atestada de fieles que nadie podía revolverse. Todos pretendían besar las manos del nuevo sacerdote, o al menos presenciar la curiosa y tierna ceremonia. Bajó éste una escalera del altar y quedó inmóvil y de pie frente a la muchedumbre, derramando por ella una mirada vaga y sonriente. Hubo un fuerte murmullo que casi se convirtió en gritería, cuando D. Narciso empujó suavemente a la madrina para que tributase la primera su homenaje al oficiante. D.ª Eloisa hincó las rodillas delante de su ahijado y le besó las manos con visible emoción. Cuando se levantó, corrían algunas lágrimas por sus mejillas. Después tomó un frasco de agua perfumada, dio otro a D.ª Rita, y colocadas ambas a derecha e izquierda del presbítero, comenzaron a rociar a los que se acercaban a besarle las manos. Uno a uno, empujándose con prisa, fueron la mayor parte de los fieles rindiéndole este homenaje. Los hombres le besaban en la palma, las mujeres en el dorso, según estaba prevenido.

Mas cuando, por las circunstancias que quedan referidas, tuvo Jacobo que humillarse a ella y mostrársele rendido y avasallado, crecióse Currita al punto, y sin disminuirle en nada su íntima confianza, ni cercenarle tampoco los continuos y siempre indecorosos beneficios que le prodigaba, comenzó a dejarle sentir su yugo, a hacerle comprender que ella era allí la dueña absoluta, y a saciar su vanidad, primer elemento que en todos los actos de su vida y todos los sentimientos de su corazón entraba, presentándole a los ojos del mundo, vencido, sujeto y atado, como un hermoso rey prisionero, a las ruedas de su carro.

Silencio, infame. He callado hasta hoy, porque lo tomé como una locura fugitiva. Pero ha llegado a tal extremo su atrevimiento, que he decidido escarmentar a usted para siempre, para siempre. Sacó del seno un montón de papeles y los despidió, con ademán repulsivo, sobre el mostrador. Le arrojo esos anónimos impertinentes e indecorosos. Yo pertenezco a un hombre, sólo a un hombre.

Palabra del Dia

cabalgaría

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