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Es bueno hacer provechosa toda humillación, y aquélla me iluminó acerca de muchas verdades: me hubiera advertido, si hubiese sido capaz de olvidarlo, que aquel amor exaltado, contrariado, germen de desventura, levemente carnal, pero muy cerca de infestarse de orgullo, no se elevaba mucho por encima del nivel de las pasiones ordinarias, que no era peor ni mejor y que el único aspecto que le hacía diferente de aquéllas era debido al hecho de ser menos posible que muchas otras.

Felizmente Dios la iluminó, y de Portugal se fué al Brasil con unos misioneros. No se supo más de ella. El pundonoroso y leal esposo respiró: estaba libre, pero pobre, enteramente pobre sin otra cosa que un sueldo mezquino; tranquilo en cuanto á lo presente, pero inquieto siempre que pensaba en aquella niña infeliz que iba á quedar en la miseria.

No me permitiría jamás, vizcondesa, la broma más leve en asunto tan serio. Un relámpago de intensa alegría iluminó de pronto el gracioso rostro de la señora de Aymaret, y lanzando un grito de contento, tomó vivamente las manos de Pedro, diciendo a éste: ¡Ah! es usted un perfecto caballero. ¿Quedamos, pues, en que se encarga usted de mi embajada?

Un relámpago iluminó el tempestuoso golfo y la línea de escollos en que se estrellaban las olas. ¿Habéis visto? preguntó el piloto. dijo el Capitán, respirando satisfecho . En medio de la escollera he visto el atol rodeado de árboles y he visto también el canal. Gobierna siempre derecho con la proa al Este. ¿Resistirá la chalupa la resaca?

Y se sintió tan deliciosamente refrescado que olvidó no sólo los cuidados presentes, sino hasta los placeres pasados. Una luz nueva iluminó su espíritu; comparó de una sola ojeada sus antiguos amores, agitados y cenagosos como un charco, con la dulce limpidez de la felicidad legítima. Es la historia de todos los maridos jóvenes.

¿Le hacen a usted falta de verdad? dijo Salabert echándole al mismo tiempo el brazo sobre los hombros. De verdad. Pues voy a ser su Providencia. ¿Qué cantidad necesita usted? Bastante. Diez mil libras lo menos. No puedo tanto; pero por ocho mil, puede usted enviar esta tarde. El rostro de Urreta se iluminó con una sonrisa de agradecimiento.

El momento era crítico; la Naturaleza rugió con toda su indómita fiereza; sentía el calor de su rostro sobre el mío, su cuerpo tibio sobre mi pecho; sus lágrimas de fuego caían sobre mis labios, su piel candente me quemaba, perdí la razón por un momento, abrí los brazos, se me nublaron los ojos y en un segundo de locura, bramando de cólera y de pasión, me iba a arrojar sobre aquella mujer como en un precipicio, cuando un relámpago de la razón iluminó mi frente y pude detenerme en el borde del abismo a que me había arrastrado un instante la fuerza estúpida de la carne.

A veces su silueta se desvanecía entre los árboles, y entonces de pie, aterrado, hasta que su sombra salía de las tinieblas... Hacía algunos minutos que lo perdiera de vista; de pronto un relámpago siniestro iluminó los vidrios del taller, y el ruido de una detonación rasgó el silencio de la noche. La triste esposa extendió los brazos, dio un grito y cayó desplomada.

Aquel grueso muchachote, cuya fisonomía no tenía nada de paternal, pareció transfigurarse. Su rostro se iluminó, sus ojos lanzaron rayos. Tomó un sable de manos del marqués, retrocedió dos pasos, y entonó en idioma turco una improvisación poética que su amigo Osmán-Bey tuvo la amabilidad de anotar y traducirnos: Armado estoy para el combate; ¡Dios confunda al malvado que me ofende!

Pero antes de que el Sr. Dimmesdale hubiera terminado de hablar, brilló una luz en toda la extensión del obscuro horizonte. Fué sin duda uno de esos meteoros que el observador nocturno puede ver á menudo, que se inflaman, brillan y se extinguen rápidamente en las regiones del espacio. Tan intenso fué su esplendor, que iluminó por completo la densa masa de nubes entre el firmamento y la tierra.