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Actualizado: 6 de junio de 2025
Aunque mis hábitos me hagan como enviado del cielo, mi palabra siempre será palabra humana, y para una hija sólo es divina la palabra de su propia madre. La hermosa y noble faz de Lázaro se iluminó con esa satisfacción intensa que produce la resolución inquebrantable de vencerse a sí mismo por amor al prójimo. La duquesa, que ya empezaba a desasosegarse, esquivó las miradas del capellán.
Sin embargo, los franceses, ansiando tomar la ofensiva, con ánimo de aterrarnos, acometieron a una columna de la vanguardia que se destacaba para ocupar una altura, y la lóbrega noche se iluminó con relámpagos, que interrumpiéndose luego, volvieron a encenderse al poco rato en la misma dirección.
Pero antes de marcharse, al dar a su hija el beso de despedida, apoderose de una de sus manos y le tomó disimuladamente el pulso. Una ráfaga de indecible alegría, iluminó en el acto el contraído semblante del doctor.
¿Y qué... tendría yo que hacer? preguntó con voz ahogada, quebrada, debil. Una cosa muy sencilla, repuso Simoun cuyo semblante se iluminó con un rayo de esperanza: como tengo que dirigir el movimiento, no puedo distraerme en ninguna accion.
Aquella excitación a la puntualidad, la primera, palabra de disciplina que me dirigía un desconocido, me impresionó: alcé la vista y le examiné. Tenía aspecto de fastidio, reflejaba indiferencia, y ni se acordaba ya de lo que me había dicho. Recordé la recomendación de Agustín. Un relámpago de estoicismo y de decisión iluminó mi espíritu. Tiene razón pensé; me he retrasado medio minuto. Y entré.
Al fin concluyó el abogado con lo que estaba escribiendo, soltó la pluma, levantó la cabeza y al reconocer al joven, su fisonomía se iluminó y le dió la mano afectuosamente. ¡Adios, joven! pero siéntese usted, dispense... no sabía que era usted. ¿Y su tío? Isagani se animó y creyó que su asunto iría bien. Contóle brevemente lo que pasaba estudiando bien el efecto que hacían sus palabras.
Escucha: tú vienes triste como de costumbre; yo estoy más alegre que suelo. ¿Por qué ese color pálido, ese rostro deshecho, esas hondas y verdes ojeras que ilumino con mi luz al abrirte todas las noches? ¿Por qué esa distracción constante y esas palabras vagas e interrumpidas de que sorprendo todos los días fragmentos errantes sobre tus labios? ¿Por qué te vuelves y te revuelves en tu mullido lecho como un criminal acostado con su remordimiento, en tanto que yo ronco sobre mi tosca tarima? ¿Quién debe tener lástima a quién?
La idea de un orgullo abatido, de un ánimo esforzado que sucumbe ante fuerzas superiores, no puede encontrar imagen más perfecta para representarse a los ojos humanos que la de aquel oriflama que se abate y desaparece como un sol que se pone. El de aquella tarde tristísima, tocando al término de su carrera en el momento de nuestra rendición, iluminó nuestra bandera con su último rayo.
No estalló el rayo, pero el relámpago iluminó más de una vez los varoniles rostros. Tanto los oficiales de Bolívar como los de San Martín, pertenecían a la clase más elevada de las sociedades de Colombia y del Río de la Plata. La altivez nativa se unía a la jactancia castellana del valor.
Su Majestad se había incorporado en el lecho. Aún tenía puesta la venda. El general avanzó lentamente, con respeto y cortedad. Extendió la mano con el candelero. La luz iluminó de lleno el semblante de D. Carlos, en el cual no resplandecía ningún destello ni aun chispa leve de inteligencia. Zumalacárregui dijo con voz ahogada por la emoción: «Señor»: y se inclinó. Parecía un pino que se dobla.
Palabra del Dia
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