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Actualizado: 10 de junio de 2025
Júpiter, pues, al ver a Juno, se dejó vencer por la fuerza de aquellos hechizos; la requirió de amores con la mayor vehemencia; y no encontró modo mejor de someterla a su propósito y deseo que el de citarle todas sus travesuras y lances galantes, asegurando que en ninguno de ellos, ni con Dánae, ni con Leda, ni con Europa, ni con las demás princesas y ninfas que había seducido, se había sentido nunca tan emocionado, permítaseme la palabrota, como en aquella ocasión.
Cuando el doctor Kimble recetaba una medicina, era natural que produjera su efecto; pero cuando un tejedor, que venía no se sabe de dónde, hacía maravillas con un frasco de agua parda, el carácter oculto del procedimiento se volvía evidente. No se había visto nada parecido desde la muerte de la bruja de Tarley, y ésta lo mismo se servía de drogas que de hechizos.
Quiso seguir este camino, mas sus conductores le advirtieron que mirase dónde iba á parar aquella hermosura, y vió que iba á rematar en ciertas profundidades y altísimos precipicios, de donde salían disonantísimos gritos y vocinglería, de suerte que se persuadió estaban celebrando allí sus paisanos algún solemne banquete; pero bien presto le sacó del engaño una cuadrilla de demonios feísimos con terribles semblantes y descompasados movimientos del cuerpo; unos con cara de tigres, otros de dragones y cocodrilos y algunos con apariencias de tan monstruosas y terribles formas, que no sufría el ánimo mirarlos; echaban todos por la boca y por las otras partes del cuerpo llamas de color negro y espantoso, y gritando y discurriendo de una parte á otra remedaban las danzas y bailes de los indios, hasta que agarrándose del pobre neófito, que estaba todo temblando creyendo que aquella fiesta era por él, hicieron gran fiesta gritando: «El, él es, Xarupá nuestro amigo, que antiguamente era nuestro devoto y usaba de los hechizos maléficos que enseñamos á sus abuelos.»
Me causan deleite las descripciones que hace en sus cartas de la tierras que descubre: los suelos «follados» por las patas de misteriosas «animalías»; la caza en las selvas a los «gatos paúles», nombre que en su tiempo se daba a los monos; la visita que recibe a bordo, en el último viaje, de «dos muchachas muy ataviadas, la más vieja de once años, que traían polvos de hechizos escondidos», y ambas, según dice el viejo Almirante a los reyes, «con tanta desenvoltura que no harían más unas p...». ¡Y qué energía la del hombre!
Entre tanto, distraía sus impaciencias con los hechizos de una nietecilla que Dios le había dado, y era la criatura más hermosa que había nacido de madre. Andábase a la sazón en proyectos de llevarla a Sotorriba, para que la conociera su otro abuelo, don Lázaro, cuyos achaques le impedían salir de casa.
El amor profano de la mujer, no sólo ha venido a mi fantasía con cuantos halagos tiene en sí, sino con aquellos hechizos soberanos y casi irresistibles de la más peligrosa de las tentaciones: de la que llaman los moralistas tentación virgínea, cuando la mente, aún no desengañada por la experiencia y el pecado, se finge en el abrazo amoroso un subidísimo deleite, inmensamente superior, sin duda, a toda realidad y a toda verdad.
Pero al mismo tiempo todos los desdenes, todas las humillaciones pasadas, le parecían insignificantes ante la idea de la felicidad prohibida, que imaginaba oculta en aquel soñado esplendor de los bellos hechizos. No había muerto del todo su esperanza. Aguardaba la entrevista.
¡Y sobre todo las mujeres! Muchas veces en el teatro, cuando todo el público fijaba la atención en el escenario, un espectador, Ronzal, desde la platea del proscenio clavaba la mirada en el elegante Mesía, aquel gallo rubio, pálido, de ojos pardos, fríos casi siempre, pero candentes para dar hechizos a una mujer.
Gracia más fina y delicada ostenta Cañizares en la comedia que se titula De los hechizos del amor la música es el mayor, la obra suya más notable, en nuestro juicio, y que más sobresale por su hábil y artístico desempeño.
Esforzose en experimentar inmenso desahogo; esforzose en pensar con alegría que los ojos terribles de la sarracena habían chirriado en las llamas; que su carne maldita era ahora ardiente despojo cayendo a pedazos en la hoguera; que su misterioso poder y sus hechizos diabólicos se habían hundido con su alma en la negrura de los infiernos; y sintiendo correr las lágrimas por su rostro, postrose de rodillas entre los pies de la muchedumbre, exclamando con fuerza: ¡Oh, santa, santa Inquisición, tu justicia me redime, tu hoguera me salva!
Palabra del Dia
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