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Actualizado: 12 de junio de 2025
Las flores no tenían en el jardín de Elorza los monstruosos privilegios que suelen gozar en los flamantes parques modernos, sino que se habían establecido en un pie de igualdad con las modestas cuanto suculentas legumbres.
Topé a mis compañeros, licenciado Brandalagas y Pero López, los cuales estaban estudiando en unos dados tretas flamantes. En viéndome lo dejaron, codiciosos de preguntarme lo que me había sucedido. Yo venía cariacontecido y encapotado, no les dije más de que me había visto en un grande aprieto.
Días ha que vive aislado quien escribe este artículo y sin prestar atención, por su vejez y sus enfermedades, a casi nada de lo que ocurre fuera de España, a las más flamantes doctrinas filosóficas, a la dirección que toma y sigue la mayoría de los espíritus y a la corriente de ideas y opiniones que informan la novísima literatura; pero lo ve todo, retratado como en fiel espejo, en las producciones literarias españolas de ahora, sobre todo cuando presumen de contener o de ser filosofía.
Pero de todos modos una hora después lanzaban a un coche descubierto sus flamantes personas, calzados de botas, poncho al hombro y revólver 44 en el cinto, desde luego repleta la ropa de cigarrillos que deshacían torpemente entre los dientes, dejando caer de cada bolsillo la punta de un pañuelo.
Era un pueblo nuevo, aristócrata, enérgico, poderoso, espléndido. «Nunca fue mayor dicen las Relaciones topográficas, inéditas, ordenadas por Felipe II ; nunca fue mayor; siempre ha ido en aumento y va creciendo.» En sus casas flamantes, de espaciosos salones, de claros y elegantes patios acolumnados, habitaban cuarenta hidalgos.
Y cuando faltaban los pedestres para mantener la admiracion del novato, abusaba de los coches flamantes que desfilaban; Tadeo saludaba graciosamente, hacía un signo amistoso con la mano, soltaba un ¡adios! familiar. ¿Quién es? ¡Bah! contesta negligentemente; el Gobernador Civil... el Segundo Cabo... el magistrado tal... la señora de... ¡amigos míos!
Y para más aturdirse, para olvidar la pena que le roía el alma fue más allá de lo que la prudencia aconsejaría a una mujer en su caso. Lanzose a una vida de placeres ruidosos; teatros, paseos, partidas de tresillo, tiendas, modistas, cenas a última hora con sus flamantes amigas y adláteres. Estas no la dejaban ni de noche ni de día.
Pero su prudente esposo, considerando que Bermúdez pasaba con afectado desdén delante de aquellos vivos y flamantes colores, dio un codazo a su mujer para que entendiera que por allí se pasaba sin hacer aspavientos. Entre aquellos cuadros había una copia bastante fiel y muy discretamente comprendida del célebre cuadro de Murillo San Juan de Dios, del Hospital de incurables de Sevilla.
El año de la Restauración, ya había duplicado Torquemada la pella con que 13 cogió la gloriosa, y el radical cambio político proporcionóle bonitos préstamos y anticipos. Situación nueva, nóminas frescas, pagas saneadas, negocio limpio. Los gobernadores flamantes que tenían que hacerse ropa, los funcionarios diversos que salían de la obscuridad, famélicos, le hicieron un buen Agosto.
Eran mozos que le saludaban llamándole «maestro» o «señó Juan», muchos con aire famélico, preparando con tortuosas razones la petición de unas pesetas, pero bien vestidos, limpios, flamantes, adoptando actitudes gallardas, como si estuviesen ahitos de los placeres de la existencia, y luciendo una escandalosa latonería de sortijas y cadenas falsas.
Palabra del Dia
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