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Le parecía verse ya, en compañía del ilustre Eneene, hundiendo las pecadores manos en las arcas recién llegadas, acariciar las flamantes monedas y atiborrarse de ellas los bolsillos, glotonamente.

En la parte clara de tan extraño local había grandes fardos de cáñamo en rama, rollos de sogas blancas y flamantes, trabajo por hacer y trabajo rematado, residuos, fragmentos, recortes mal torcidos, y en el suelo y en todos los bultos una pelusa áspera, filamentos mil que después de flotar por el aire, como espectros de insectos o almas de mariposas muertas, iban a posarse aquí y allá, sobre la ropa, el cabello y la nariz de las personas.

Ulises esperaba tropezarse con la viuda al pasar frente á una de estas mansiones, loteadas ahora por pisos, y que exhibían en el portal las chapas indicadoras de oficinas y almacenes. En una de ellas viviría indudablemente la familia amiga de Freya. Luego dudaba, atraído por la blancura de las flamantes construcciones surgidas entre el caserío venerable.

Las paredes cubiertas de tapices soberbios, los mejores de la colección que la familia poseía; los muebles flamantes, estilo Luis XV, traídos de Madrid con la magnífica cama de ébano incrustada de marfil que se veía en la alcoba, en los primeros meses del matrimonio, cuando D. Pedro se esforzaba inútilmente en ganar el corazón de su joven esposa.

Lo que más llamó su atención fué ver que salieron á recibirles, luciendo sus flamantes vestidos, todas las damas que acompañaban en el escaparate á la gran señora. La cual contestó con una grave y ceremoniosa cortesía á los saludos de todas ellas. Parecía ser de superior condición, algo como princesa, reina ó emperatriz.

Vestía con más esmero, y los que estaban habituados á verle en los talleres con boina y zapatos de suela de cáñamo, sin preocuparse del polvo del carbón ni de las chispas del acero, se inquietaban ahora cariñosamente por los trajes nuevos y los sombreros flamantes adquiridos en Bilbao, que paseaba con su antiguo descuido entre las fraguas chisporroteantes y las nubes negras de los cargaderos.

Como era modestísimo, no esperaba hacer algo que, dado al público, fuese de gran utilidad, y sin embargo escribía una obra extensa de la que no levantaba mano. Era una apología o nueva defensa del Cristianismo contra los ataques de los más flamantes filosóficos panteístas, positivistas y materialistas. El singular y simpático candor del Padre se revelaba en cada frase de este notable escrito.