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Actualizado: 4 de noviembre de 2025
Además, vuecencia me dijo le recordase que tenía que decirme algo acerca de la señora condesa de Lemos. En efecto, me importa saber uno por uno los pasos que da doña Catalina. Puedo deciros, señor, que cuando yo venía para acá, entraba vuestra hija en las Descalzas Reales. Nada tiene eso de extraño.
Al mismo tiempo, el duque de Lerma entraba en casa de Dorotea. Encontró el duque á la joven en el lecho. Pero no la encontró sola. A su lado estaba el tío Manolillo. El duque se estremeció como si en el bufón hubiese visto personificada su conciencia.
Pasaba revista a los cuadros, se detenía ante el tocador, abría los frascos, palpaba las cortinas y hasta entraba en la alcoba para ver la cama, dejando escapar exclamaciones de asombro por lo bien arreglado que estaba todo y especialmente por el lustre particular de los muebles. ¡Qué cuarto tan lindo tienes, chica!... Parece una taza de plata... ¡Qué camita tan blanda y tan mona!
Tú me pagaste ya, emperador, cuando te hice llorar con mi canto: las lágrimas que arranca a las almas de los hombres son el único premio digno del pájaro cantor. Duerme, emperador, duerme: yo cantaré para ti. Y con sus trinos y arpegios se fue durmiendo el enfermo en un rueño de salud. Cuando despertó, entraba el sol, como oro vivo, por la ventana.
¡Ay, Brillante...! ¡Pobrecito Brillante mío...! Y hasta había llegado a unir su linda cabeza de bebé con las negras narices de la bestia, cubriéndolas de besos. El desaliento las tuvo hasta bien entrada la noche clavadas en sus asientos del salón, silenciosas, sin otra luz que el escaso resplandor de los reverberos públicos que entraba por los balcones abiertos, produciendo una débil penumbra.
Prefería estar solo y en la obscuridad, por parecerle que así podía saborear mejor su satisfacción. Entraba en su regocijo una gran parte de asombro. ¿Cómo podía él imaginarse aquella tarde, al vagar ante la vivienda de la señorona, que ésta le enviaría un recado para que fuese á verla á solas en la misma noche?...
Oculto tras de las cortinas, y con el corazón lleno de angustia, esperé su vuelta. De pronto vi que entraba, y al advertir que no le acompañaba nadie, respiré con libertad. Ligera y juguetona como siempre, recorrió en todos sentidos su aposento sin tropezar con mi carta, hasta que por último quiso la casualidad que pusiera el pie encima. Entonces se inclinó para recogerla. Yo estaba en ascuas.
Piaban los pájaros, saltando sobre la arena de las avenidas, pero sus gritos perdíanse entre el bramido de las locomotoras, el silbido de los tranvías y el mugido de algún vapor que entraba lentamente ría arriba. Aresti dió un vistazo á la acera llamada el boulevard, ocupada siempre por los curiosos estacionados ante los cafés.
Al comenzar la noche, un criado, para anunciar la comida, hacía resonar por los corredores, en su bocina de plata, a la moda gótica, una harmonía solemne. Yo, entonces, me levantaba y entraba en el comedor majestuoso y solitario. Una multitud de lacayos, con libreas de seda negra, servía, en un silencio de sombras que resbalan, las vituallas más raras y los vinos más costosos que joyas.
Entraba en la taberna gozándose en atemorizar a los criados con sus amistosos saludos: terribles apretones que hacían crujir los huesos y arrancaban gritos de dolor. Sonreía satisfecho de su fuerza y de que le llamasen «bruto», y se sentaba ante la pitanza, un plato del tamaño de una palangana lleno de carne y patatas, a más de un jarro de vino.
Palabra del Dia
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