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-Tampoco donde hay luces y claridad -respondió la duquesa. A lo que replicó Sancho: -Luz da el fuego y claridad las hogueras, como lo vemos en las que nos cercan, y bien podría ser que nos abrasasen, pero la música siempre es indicio de regocijos y de fiestas. -Ello dirá -dijo don Quijote, que todo lo escuchaba. Y dijo bien, como se muestra en el capítulo siguiente.

Pero yo seré la que decida cuándo ha llegado la ocasión. Quedamos en que no hablarás en verso sino cuando yo lo ordene expresamente, y aun entonces, sería mejor visto que te hicieses de rogar un pocoMi padre se dobló por la cintura, con ademán de acatamiento. Cualquiera menos inocente y sencillo que mi padre hubiese penetrado la ironía y propósito de la duquesa.

Hija afectuosa y sumisa, amiga generosa y segura, madre tierna y abnegada, esposa exclusivamente consagrada a su marido, la duquesa de Almansa era el tipo de la mujer que Dios ama, que la poesía dibuja en sus cantos, que la sociedad venera y admira, y en cuyo lugar se quieren hoy ensalzar esas amenazas, que han perdido el bello y suave instinto femenino.

Aquel caballero servidor de la fortuna estaba firmemente convencido de que una dicha nunca llega sola. Todo le parecía posible desde que había vuelto a salir a flote. Comenzó por predecir el restablecimiento de su mujer y no se equivocó. La duquesa era de una constitución robusta, como toda su familia.

-Todo cuanto aquí ha dicho el buen Sancho -dijo la duquesa- son sentencias catonianas, o, por lo menos, sacadas de las mesmas entrañas del mismo Micael Verino, florentibus occidit annis. En fin, en fin, hablando a su modo, debajo de mala capa suele haber buen bebedor.

Particularmente las señoras se humillaban con un deleite que no eran poderosas a disimular, con un sentimiento de ternura y adoración que las ponía rojas. Organizóse poco después el rigodón de honor. Clementina abandonó su puesto para tomar parte en él. El monarca bailó con la duquesa, que hizo un esfuerzo por contentar a su marido. Una triple fila de curiosos formaban círculo viéndoles bailar.

Por un movimiento repentino, y cediendo al influjo poderoso de sus últimas reflexiones, el duque salió de su gabinete y se encaminó a las habitaciones de su mujer. Entró en ellas por una puerta secreta. Al aproximarse a la pieza en que la duquesa solía a pasar el día, oyó hablar y pronunciar su nombre. Entonces se detuvo.

A su desmedido afán de brillar en fiestas y saraos, a su gozo en ajar la vanidad de las amigas, hallaba siempre respetuoso, pero claro correctivo en la palabra del cura, obrando éste tan discretamente, que sus frases podían parecer a la duquesa avisos de su propia conciencia.

Entonces hacía propósito de respetar a la mujer inocente que él mismo había introducido en la escena resbaladiza y brillante que pisaba. Digamos ahora algunas palabras de la duquesa: Era esta señora virtuosa y bella. Aunque había entrado en los treinta años, la frescura de su tez y la expresión de candor de su semblante le daban un aspecto más joven.

No olvide usted que la vida de la señora duquesa está en peligro y que yo respondo de salvarla, puesto que usted me proporciona los medios. ¡Qué diablo! Es usted el que me los proporciona a . Hace una hora que me está usted hablando como el peripatético del Matrimonio forzado. ¡Al grano, doctor, al grano! A eso voy. ¿Ha visto usted nunca en París al conde de Villanera?