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Lo dudaba, después que el señor Aubry se había ido; pero el fuego del cigarro que brillaba aún entre el césped, lo tranquilizó. ¿Así, pues, el señor Aubry y Jaime, no se indignaban ante la idea de que el huérfano pudiera un día convertirse en un hijo y en un hermano?

Aunque hubiese en la sala obras de más apariencia y estuviesen firmadas por escultores reputados, al cabo de algunos días nadie dudaba que el autor de la Profecía del Tajo era un artista sobresaliente que se revelaba con originalidad e independencia.

Se ha murmurado, se ha dicho que las hijas de confesión del Magistral no deben de temer su manga estrecha cuando asisten al Don Juan Tenorio, en vez de rezar por los difuntos. ¿Se ha hablado de eso? ¡Bah! En San Vicente, en casa de doña Petronila que ha defendido a usted y hasta en la catedral. El señor Mourelo dudaba de la piedad de doña Ana Ozores de Quintanar....

Mucho después, cuando su inocencia perdió el último velo y pudo ella ver claro, ya estaba muy lejos aquella edad; recordaba vagamente su amistad con el niño de Colondres, sólo distinguía bien el recuerdo del recuerdo, y dudaba, dudaba si había sido culpable de todo aquello que decían.

Don Pompeyo iba taciturno. Abrió la puerta de su casa con su llavín; entró sin hacer ruido; y a poco cerraba los ojos, metido en su lecho, por no ver la claridad acusadora que entraba por las rendijas de los balcones cerrados. Aquello de acostarse de día era una revolución que mareaba a Guimarán; dudaba ya si las leyes del mundo seguían siendo las mismas.

Manifestó Tòni el mismo deseo. ¡Ojalá no viesen más á esta rubia, que traía la desgracia!... En los días siguientes, el capitán apenas abandonó su buque. No quería encontrarse con ella en las calles de la ciudad: dudaba de la dureza de su carácter; temía ceder á sus ruegos al verla otra vez llorando y suplicando. Se desvaneció la inquietud de Ulises al quedar terminada la carga del buque.

Se avergonzaba de llamar a a quien al presentarse como madre tenía que declarar su culpa, y, ella lo decía, su deshonra. Dudaba de que una hija, a quien, fuese por lo que fuese, ni había criado, ni visto, ni acariciado nunca, la pudiese querer. Recelaba hallar frialdad, tibieza al menos, en su hija. No creía en la misteriosa fuerza de la sangre.

Puro estudio y educación pura... No se trataba de amor, porque lo que es amor, bien podía decirlo, él no lo había sentido nunca hasta que le hizo tilín la que ya era su mujer. Jacinta creía esto; pero la fe es una cosa y la curiosidad otra. No dudaba ni tanto así del amor de su marido; pero quería saber, señor, quería enterarse de ciertas aventurillas.

La noche anterior se había dormido con los dientes apretados y temblando de frío. Había querido escribir a sus tías de Vetusta y no había podido coordinar las palabras; hasta dudaba de su ortografía. Tuvo pesadillas, y aunque hizo esfuerzos para no declararse enferma, el mal pudo más, la rindió.

Habiéndole ofrecido compartir con ella una gran fortuna, ¿podía no llevarle más que una baja medianía? Seguramente, no dudaba que era amado por mismo, y acaso la noble joven experimentaría más gozo que tristeza al darle esta prueba de amor y de desinterés; pero él, un caballero, ¿debía aceptar? Por otra parte, jamás la de Candore, cuyos designios había penetrado, aprobaría semejante locura.