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Actualizado: 10 de junio de 2025
No tuve más remedio que resignarme a oírlo todo, cuando, deteniéndome en una de mis acometidas para marcharme, me dijo, casi lloroso de puro dulzón y suplicante: » Falta la segunda y última parte de mi pretensión, o, mejor dicho, la pretensión enteera. Le juro a usted que se la expondré en cuaaatro palabras. »Y me la espetó, el condenado, en muy pocas más... ¡La misma con que yo contaba!
Abandonaría el castillo, e iría a refugiarme en un convento, el della Pietá, donde se encuentra la hermana menor de usted, la señora Isabel. »¡Tiene razón! exclamé; ¡partamos! »¡Insensata! exclamó Teobaldo deteniéndome; ¿Cree usted que la abadesa della Pietá consentiría en recibirla y retenerla contra la voluntad del señor Duque?
Reina, Reina, es necesario que seas razonable y aceptes esta humillación con espíritu de penitencia, por tus pecados. ¡Mis pecados! repliqué, deteniéndome y alzando levemente los hombros, bien sabéis vos, señor cura, que son tan pequeños, tan pequeños, que no vale la pena hablar de ellos. ¡De veras! dijo el cura, no pudiendo contener una sonrisa.
Reina, eso está muy mal. Cállate y escúchame. La venganza es el placer de los dioses, proseguí yo, dando un salto para cazar un moscardón que revoloteaba sobre mi cabeza. Vamos, hijita, hablemos con seriedad. Pero si yo hablo seriamente respondí, deteniéndome delante de un espejo, para comprobar con cierta complacencia, que la animación me sentaba.
Allí fue mucho mayor mi sorpresa. Ni en torno del patíbulo, ni en toda la tierra que alcanzaban los ojos, se veía tampoco una figura humana. Subí las escaleras del tablado, deteniéndome a cada instante para mirar alrededor, pues no acertaba a comprender lo que era aquello. El cielo presentaba un aspecto distinto.
Quería escaparme á toda costa, ya para morir, ya para recobrar mis fuerzas y la tranquilidad de mi espíritu en la soledad. Sin saber fijamente á dónde dirigía mis pasos, salí de la ruidosa ciudad y caminé hacia las altas montañas, cuyo dentado perfil vislumbraba en los límites del horizonte. Andaba de frente, siguiendo los atajos y deteniéndome al anochecer en apartadas hospederías.
Allí fue mucho mayor mi sorpresa. Ni en torno del patíbulo, ni en toda la tierra que alcanzaban los ojos, se veía tampoco una figura humana. Subí las escaleras del tablado, deteniéndome a cada instante para mirar alrededor, pues no acertaba a comprender lo que era aquello. El cielo presentaba un aspecto distinto.
La ley se ejecutó, y hoy está aun en vigor; hé aquí todo explicado. De Venecia regresé á Milan deteniéndome en Verona: ya he hablado de esta ciudad. En Milan visité de nuevo la catedral, y teniendo que volver á Suiza sin atravesar los Alpes por el peligroso y encantador paso del San Gotardo, decidí dirigirme á Turin, para entrar en Suiza por el Monte Cenis y la Saboya: así lo ejecuté.
¡Ah! sí, ¿uno muy urquizista? El mismo. ¡Ah! Adiós, amiguito me dijo el señor curioso, que tanto se interesaba por saber de mí, tomándome del brazo y deteniéndome mientras mi tía ya pisaba la calle; adiós... cuatro balas merecía éste como el padre agregó en el mismo umbral de la puerta, frunciendo el gesto.
Asombrado de esto, pensé retirarme para buscar fuera; pero Presentación, arrobada y suspensa con la gravedad del Congreso y el hablar de los diputados, me dijo deteniéndome: D. Paco las buscará. Yo he venido aquí para ver esto, Sr. de Araceli. Acompáñeme usted un momento. Mi hermana e Inés pueden parecer cuando quieran. ¿Quién les mandó separarse?
Palabra del Dia
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