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Actualizado: 31 de mayo de 2025
No podía hacerse sorda la Madre de Misericordia á las plegarias de quien era tan devoto suyo, aun antes de ser cristiano; por lo cual, mientras él con encendido afecto y esperanza grande repetía esta oración, se le apareció de improviso al medio día la Reina del cielo, despidiendo de sí tantos resplandores en las manos y rostro, que todo el rancho estaba bañado con luces, y con semblante amabilísimo, le dijo: «Yo soy aquella á quien tú invocas; confía, hijo, que sanarás; cree lo que enseña el Padre, y dí en mi nombre á tus paisanos que hagan lo mismo.»
Entonces la furia de la impotencia le hacía dar saltos desiguales, convulsiones de epiléptico en que se torcía irritado, espumarajeando, con desesperada proyección al fin, caía domado y exánime, despidiendo sólo a intervalos un escaso chorro, separado por largos espacios, como las llamaradas postrimeras de la luz que se extingue.
El sol brillaba en el firmamento sin que una sola nube asomara por el horizonte a recibir su parternal caricia. Madrid gozaba del privilegio divino de su cielo sin dirigirle siquiera una mirada de gratitud, como una sultana a quien las caricias causan tedio. Al cruzar por la Puerta del Sol, vieron el chorro de su fuente, despidiendo fúlgidos destellos elevarse por encima del tejado del Principal.
Se le vió en todas partes: en la estación del ferrocarril despidiendo á los hombres que iban á incorporarse á sus regimientos; en el paseo principal, donde, al caer la tarde, entonaban las músicas himnos patrióticos coreados por la muchedumbre. La gente interrumpía sus cantos al ver las blancas melenas del poeta. «¡Que hable el señor Simoulin!», gritaban mil voces.
El tren, rugiente, majestuoso y veloz, cruzó ante él, despidiendo la negra máquina centellas de fuego, semejantes a espíritus fantásticos danzando entre las tinieblas nocturnas. Pocos momentos después de que Miranda bajó a recoger su cartera, habíase abierto la puerta del departamento donde quedaba Lucía dormida, penetrando por ella un hombre.
Las señoras, que aguardaban en la antesala, decían en voz de falsete a las que entraban: «Se está despidiendo, se está despidiendo de su padre... Don Mariano no quiere ir a la ceremonia.» Después apareció otra vez María, risueña y serena como antes, diciéndoles: Vamos, señores; en marcha.
¡Va el corcel de mis versos...! Da a los aires sus crines de metáforas nuevas y de símbolos bellos; sus relinchos rimbomban como fieros clarines y sus cascos galopan despidiendo destellos. El corcel de mis versos es rebelde a los frenos porque sabe que ahogan como en flor su carrera; y en su fuga brillante por los cielos serenos, no es Pegaso con alas, sino roja bandera...
Al mirarla, afanada, despidiendo de sus dientes y coyunturas un sudor negro y craso, sentía que se le comunicaba el vértigo de ella, y por momentos se suponía también compuesto de piezas de hierro que marchaban a su objeto con la precisión fatal de la Mecánica.
El pobre señorito se levantó de un salto, y abrazando con un movimiento lleno de gracia al gimnasta Calixto, se dirigió a la puerta, sin querer entregar al lacayo el envoltorio de sus premios. En la verja del jardín le detuvo el padre rector, que allí estaba despidiendo a los niños; besóle Paquito la mano, y abrazándole él cariñosamente, le habló breve rato al oído.
Quiso éste acompañarla hasta su casa: la prendera no lo consintió. Pero cuando se estaban despidiendo cruzó como un huracán a su lado don Laureano Romadonga. ¿Qué le pasa a ese hombre? preguntó la seña Rafaela. No sé; va muy pálido. Nunca le he visto de ese modo.
Palabra del Dia
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