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Actualizado: 21 de junio de 2025
Enseñólos, y dióles esto a todos tanta risa, que no querían salir de la posada. Al fin, ya eran las dos; y como era forzoso el caminar, salimos de Madrid. Yo me despedí de él, aunque me pesaba, y comencé a caminar para el puerto. Quiso Dios que, por que no fuese pensando en mal, me topé con un soldado. Luego trabamos plática; preguntóme que si venía de la Corte.
Despedí a Juan y sólo entonces di cuenta de mi plan a Tarlein y Sarto. Este último manifestó su desaprobación desde luego. ¿Por qué no espera usted? me preguntó. Porque puede morir el Rey. Y si no muere puede llegar el día de los esponsales. Sarto se mordió el blanco bigote, y Tarlein, poniéndome la mano sobre el hombro, exclamó: Dice usted bien. ¡Probemos! Con usted cuento, Tarlein le dije.
Espero, querida mamá, que se repita usted esto muchas veces si me ocurriese una desgracia. »Quizá también la amistad y la compasión de los que me rodean han contribuido un poco a hacerme amar la vida. El día en que me despedí de usted y de mi padre, dije adiós a todo. Yo no sabía que los que me acompañaban habían de ser para mí una verdadera familia.
Nosotros nos fuimos a casa juntos como la otra noche. Pidiéronme que jugase, codiciosos de pelarme. Yo entendíles la flor y sentéme. Sacaron naipes: estaban hechos. Perdí una mano. Di en irme por abajo, y ganéles cosa de trescientos reales; y con tanto, me despedí y vine a mi casa.
652 Al fin la misericordia de Dios nos quiso amparar; es preciso soportar los trabajos con constancia: alcanzamos a una estancia después de tanto penar. 653 ¡Ah! mesmo me despedí de mi infeliz compañera: "Me voy", le dije, "ande quiera, aunque me agarre el Gobierno, pues, infierno por infierno prefiero el de la frontera."
Bien encomendadas a mi memoria todas estas circunstancias, me despedí del soldado, quien para llamarlo cuando la ocasión llegase me dió las señas de tres palmadas, con tres palabras que hará una hora que recité y ya las he olvidado con mayor espanto mío.
Nada sé respecto a ella, me contestó. Acabé de convencerme de que nada recabaría de aquella mujer; la di dinero; la encargué dijese a Amparo que deseaba verla, y la despedí. A los pocos días, y cuando acababa de levantarme, me sorprendió un fuerte campanillazo a la puerta. Abrió Mauricio; sentí pasos apresurados, y poco después se precipitó en mi gabinete Amparo. Mustafá la seguía cojeando.
Allí me despedí de la familia de mi colega, el ministro inglés, que pensaba pasar la noche algo más adelante, en Agua Larga, mientras yo, gracias a mi alazán, tenía la esperanza de arribar a la sabana, avanzar hasta Facatativá y tomar allí el carruaje, que, según mis cálculos, me estaría esperando desde la víspera.
Respecto a lo que me dices de esa muchacha inglesa que es tu novia, no creo que se haya dirigido a ella; pero si tú ves que la importuna, dímelo a mí: yo le llamaré a Machín y le diré algo importante. Me despedí del médico, que iba a entrar en una casa de la carretera, y me volví al pueblo. No las tenía todas conmigo. Cuando llegué a casa de Recalde, se abría la puerta. Esperé un poco.
Pero le abrí un resquicio, le di a entender mis intenciones, y el bendito hombre parecía, como vulgarmente se dice, que veía el cielo abierto; de tal modo le brillaban los negros ojos. Quedó envolver a principios de Octubre, y cuando me despedí, le dije: «volveré un día de estos. Vendré, y quizás, o sin quizás, le traerá a usted noticias que le contenten mucho».
Palabra del Dia
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