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Andrés se interpuso y logró que la moza no arrojase más guijarros sobre el desdichado seminarista, que estaba a punto de pasarlo muy mal si uno de ellos le acertaba; mas los denuestos continuaron a más y mejor, mientras se iba aplacando lentamente la cólera.

Mira, Cipión, ten por cierto y averiguado, como yo lo tengo, que al desdichado las desdichas le buscan y le hallan, aunque se esconda en los últimos rincones de la tierra.

Aquí dio fin el canto de la malferida Altisidora, y comenzó el asombro del requirido don Quijote, el cual, dando un gran suspiro, dijo entre : ¡Que tengo de ser tan desdichado andante, que no ha de haber doncella que me mire que de no se enamore...! ¡Que tenga de ser tan corta de ventura la sin par Dulcinea del Toboso, que no la han de dejar a solas gozar de la incomparable firmeza mía...! ¿Qué la queréis, reinas? ¿A qué la perseguís, emperatrices? ¿Para qué la acosáis, doncellas de a catorce a quince años?

Mas ¡ay tormento airado! que aun la muerte desprecia al desdichado!

-El nombre -respondió la Dolorida- no es como el caballo de Belorofonte, que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo, ni como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte, que fue el de Reinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero, ni Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.

»¡Desdichado y mal advertido de ti, Anselmo! ¿Qué es lo que haces? ¿Qué es lo que trazas? ¿Qué es lo que ordenas? Mira que haces contra ti mismo, trazando tu deshonra y ordenando tu perdición.

Un destino fatal encadenó su vida a la de ese desdichado, víctima de su temperamento, víctima también de su egoísmo y de su orgullo... Está bien añadió al cabo serenándose . Mañana llega Clara, pasado saldremos todos para el Havre y dentro de tres días navegaremos en alta mar respirando el aire de la libertad y de la dicha.

Y por último, sus condiscípulos se encargaban generosamente de advertirle sin cesar que era un desdichado sin padres, alimentado por la caridad y que debiera estar en el hospicio y no alternando con hijos de zapateros distinguidos, albañiles, sastres y panaderos fashionables, y otra gente no menos principal y digna de respeto.

¡Dios mío! exclamó el desdichado ¡me van á matar! ¡Pero señor! ¡la carta que me dió la abadesa de las Descalzas Reales! ¿qué he hecho yo de esa carta?... ¡tengo la cabeza hecha una grillera! ¡todo me anda alrededor! ¡todo me zumba, todo me chilla, todo me ruge! ¡pero esta carta!... ¡esta carta! Y se registraba de una manera temblorosa los bolsillos, los gregüescos, hasta la gorra.

Sirva de ejemplo la misión, embajada, o como quiera llamarse, de fray Hernando del Castillo al desdichado rey cardenal D. Enrique. ¿A qué podía conducir sino a mortificar el amor propio, a ofender y agriar al pobre monarca portugués el desvergonzado sermón de aquel buen fraile para persuadirle de que no debía contraer matrimonio?