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Veamos ahora la carta que el padre Aliaga había escrito á la abadesa, y que ésta leía á la sazón: «Mi buena y querida hija en Dios, sor Misericordia, abadesa del convento de las Descalzas Reales de la villa de Madrid: He sabido con disgusto que, olvidándoos de que habéis muerto para el mundo el día que entrásteis en el claustro, seguís en el mundo con vuestro pensamiento y vuestras obras.

En un pueblecito de Castilla llamado Astudillo existía un convento de Carmelitas Descalzas, donde estaba de superiora una prima suya. Era un retiro dulce, remoto; no había más que diez o doce monjas: un rinconcito del cielo, como le decía cierto capellán que lo había visitado. A ése se empeñó en ir, y su confesor no tuvo al fin más remedio que ceder.

La madre Misericordia, á pesar de ser abadesa de las Descalzas Reales, no era una vieja. Esto no tenía nada de extraño, porque á falta de edad tenía caudal. Gastaba generosamente gran parte de él en regalos á las monjas. Y hemos dicho mal al decir que generosamente, porque aquellos regalos habían tenido su objeto antes de ser abadesa la madre Misericordia. Serlo.

¡Dios mío! exclamó el desdichado ¡me van á matar! ¡Pero señor! ¡la carta que me dió la abadesa de las Descalzas Reales! ¿qué he hecho yo de esa carta?... ¡tengo la cabeza hecha una grillera! ¡todo me anda alrededor! ¡todo me zumba, todo me chilla, todo me ruge! ¡pero esta carta!... ¡esta carta! Y se registraba de una manera temblorosa los bolsillos, los gregüescos, hasta la gorra.

¡Oh! ¡más horrible aún! exclamó Dorotea. Oye... Oye... el ruido tentador del oro me detuvo, me trastornó, me atrajo... y... me quedé inmóvil, pegado á la pared... cerca de aquella puerta... yo no sentía, no oía otra cosa que el ruido del dinero... y tras él me parecía escuchar tu llanto desconsolado... me parecía verte extendiendo tus bracitos... llamando á tu madre... ¡oh! ¡Dios mío!... yo no cuánto tiempo pasé de aquel modo... al fin aquella puerta... la puerta de la tienda se abrió y salió un hombre... la puerta se cerró y el hombre que había salido se alejó solo; yo le seguí... le seguí recatadamente... eran mis pasos tan silenciosos, que no podía oírme... era la noche tan obscura, que aunque hubiera vuelto la cabeza no hubiera podido verme... y una fascinación terrible, involuntaria, me acercaba más á aquel hombre... de repente aquel hombre dió un grito y cayó de boca contra el suelo... al caer se oyó un ruido metálico... el de un saco de dinero... luego se oyó crujir de nuevo aquel saco, y otro hombre dió á correr... el que había caído no volvió á levantarse... el otro no volvió á pasar jamás por aquella calle... tres días después estabas en las Descalzas Reales... porque yo... yo tenía oro... mucho oro... yo era rico... y podía criar bien á mi hija.

El Convento de Monjas descalzas de Santa Teresa, o Monjas de Abajo, es de una nave con cruz latina: para esta fundación dejó sus bienes D. Domingo de Vencochea, natural de la ciudad de Teruel, pero no siendo suficientes, se proporcionaron mayores con la piedad del pueblo, y sobre todo con los generosos auxilios del Ilmo. Sr.

No, si yo no comparo... Pero, señores, señores, digo yo repetía doña Rufina ¿cuándo ha visto Ana que una señora fuese en el Entierro detrás de la urna con hábito, o lo que sea, de nazareno?... , verlo, lo ha visto. Lo hemos visto en Zaragoza... por ejemplo. Pero yo no si aquellas eran señoras de verdad.... Y además, no irían descalzas dijo Obdulia.

¡Conque es decir que también mi sobrina la abadesa de las Descalzas Reales me engaña! dijo para ; ¡conque es decir que todos me abandonan, y que ahora menos que nunca en dónde estoy!

Pero al acordarse de Quevedo, se acordó del duque de Lerma; al acordarse del duque de Lerma, recordó que para él le había dado una carta la abadesa de las Descalzas Reales, y que se la había dado de una manera urgente. Entonces hizo un paréntesis en sus imaginaciones, y dijo suspirando: Puesto que necesitamos vengarnos, es necesario servir á quien vengarnos puede.

Cuando el tren paraba en las solitarias estaciones del trayecto, ella bajaba a conversar con las "cholas", descalzas, andrajosas, que le vendían empanadas, caña de azúcar y santitos de barro pintados de rojo. La impresionó, sobre todo, una escena religiosa en la montaña.