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Actualizado: 24 de julio de 2025


Los javaneses, de blusa y calzón ancho, viven felices, con tanto aire y claridad, en su kampong de casas de bambú: de bambú la cerca del pueblo, las casas y las sillas, el granero donde guardan el arroz, y el tendido en que se juntan los viejos a mandar en las cosas de la aldea, y las músicas con que van a buscar a las bailarinas descalzas, de casco de plumas y brazaletes de oro.

Las beldades cobrizas, descalzas, de gruesa trenza entre los omoplatos y falda blanca ó de color rosa, se asomaban á las puertas de sus ranchos para verlos pasar. Llevaban el calzón claro sujeto al tobillo por ligas de piel, los pies metidos en danzantes babuchas, un poncho avellanado cubriendo el busto, y un pañuelo rojo en el cuello.

Después de ser abadesa, los regalos servían para que todas las monjas la llevasen á su celda y misteriosamente los chismes del convento. En el convento de las Descalzas Reales se conspiraba. Estas conspiraciones eran hijas de la rivalidad de las monjas. La comunidad, como toda sociedad, estaba dividida en bandos.

Descalzas y pisando de lado, como recelosas, iban entrando algunas, con la cabeza resguardada por una especie de mandilón de picote; muchas gemían de gusto al acercarse a la deleitable llama; otras, tomando de la cintura el huso y el copo de lino, hilaban después de haberse calentado las manos, o sacando del bolsillo castañas, las ponían a asar entre el rescoldo; y todas, empezando por cuchichear bajito, acababan por charlotear como urracas.

Cuando se hubo perdido el ruido de sus pisadas, el padre Aliaga llamó y se presentó el lego Pedro. Que pongan al instante la silla de manos. Algunos minutos después, dos asturianos conducían á palacio al padre Aliaga. Había cerrado la noche y seguía lloviendo. En el mismo punto en que el confesor del rey salía del monasterio de Atocha, salía del de las Descalzas el cocinero mayor.

Á ruegos de Marcela, que quiso ofrecer este último homenaje de respeto filial á su amado padre, se dió un rodeo para que pasase junto al convento de las Descalzas; aquí descansó un momento; después prosiguió hacia la iglesia de San Sebastián, en donde se celebró un funeral suntuoso, enterrándose después el cadáver.

Doña Blanca, persuadida de que la súbita vocación de su hija era sincera y profunda, tuvo con D. Casimiro una conversación muy afectuosa y grave, y le dió sus pasaportes. El P. Jacinto ponderó el fervor de Clara y animó á Doña Blanca para que á la mayor brevedad la dejase entrar de novicia en un convento de carmelitas descalzas que en la ciudad había. D. Valentín se avino á todo sin chistar.

Sin embargo, dijo: Es pública voz y fama que se han dado bebedizos al rey. Mientras se hace la comida de su majestad, nadie levanta una cobertera que yo no lo vea, nadie echa una especia que yo no examine; tengo hasta la sal guardada bajo llave. Pero su majestad come y bebe con mucha frecuencia en las Descalzas Reales. ¡Religiosas!

Todas esas mujeres tenían el tipo indio marcado en la fisonomía; su traje era una camisa, dejando libres el tostado seno y los brazos, y una saya de un paño burdo y oscuro. En la cabeza un pequeño sombrero de paja; todas descalzas. Los indios, que impedían el tránsito del carruaje, tal era su número, presentaban el mismo aspecto. Mirar uno, es mirar a todos.

Una cosa hay, sin embargo, que yo no puedo hacer. ¿Cuál? Llevar al duque de Lerma la carta que me ha dado para su excelencia la abadesa de las Descalzas Reales... porque... ¡como don Francisco de Quevedo me ha quitado esa carta! No se la llevéis.

Palabra del Dia

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