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Dios lo hizo en seis días y lo entregó a la murmuración de sus hijos por los siglos inacabables. El abate Delille, traductor de las «Geórgicas» y autor de «Los jardines» y de un ditirambo para la fiesta del Sér Supremo, en los turbulentos días de la Revolución Francesa, era un hombre dulce e ingenioso.

Algunos la reconocían, repitiendo su nombre: «la duquesa de Delille». Por instintiva repulsión, ó por el cobarde deseo de no verse mezclados en «historias», nadie la hablaba, dejándola sola en el centro del grupo, con sus ojos estupefactos que imploraban un auxilio, sin saber cuál. Personas de buena voluntad empezaron á desarrollar sus iniciativas autoritarias. ¡Aire!... ¡dejen aire!

Atilio y Lewis también le habían buscado muchas veces. Miguel estaba seguro de que era amigo de la duquesa de Delille, y en más de una ocasión habría visto sus lágrimas. Facilitaba dinero al cinco por ciento... cada veinticuatro horas, y entretenía sus ocios estudiando de lejos á los recién llegados, por si se ofrecían como nuevos clientes.

Pronto usará las rojas, las de veinte, como este servidor. No la recibiré insistió el príncipe. Y tal vez para no decir más de la duquesa de Delille, se separó repentinamente de sus amigos, saliendo del hall. Atilio, deseoso de hablar, interrogó á don Marcos, que conversaba con Novoa, mientras el pianista seguía soñando, con los ojos abiertos, en la martingala del lord.

Se había ido á París para hacerse soldado, ¡y él tenía tantos amigos soldados!... «La Generala», por ser mujer, le infundía más interés, excitando su maledicencia. Yo creo dijo, con su sonrisa de misógino que se fué por celos, por despecho. La duquesa de Delille ha acaparado á ese teniente que le presentó ella. Hasta parece que el tal teniente ha tenido un duelo...

Los legisladores de esta sociedad y de otras semejantes temían sin duda que las mujeres fuesen más dadas á la trampa que los hombres. Ella, la duquesa de Delille, no podía ser igual al marinero griego que tallaba todas las noches con una suerte inverosímil, haciendo incurrir al público en sospechas y malos pensamientos.

La más leve emoción representaba la muerte para él...» Lubimoff no podía decir la verdad. Su secreto era de Alicia. Unicamente los dos sabían quién era aquel prisionero muerto en Alemania; y mientras ella callase, él debía hacer lo mismo. Una noche, el coronel le dió una noticia interesante. Al caer de la tarde, cuando regresaba del Casino, había visto desde el tranvía á la duquesa de Delille.

; los tiempos nuevos. De todos modos continuó ella , hay que confesar que tiene cierta originalidad ver á la duquesa de Delille, á la loca Alicia, haciendo su cama. El príncipe volvió á aprobar con un gesto mudo. Realmente, era original: no se podía ver todos los días. Alicia insistió en sus explicaciones. No le había costado ningún esfuerzo ocuparse en los trabajos de su casa.

Yo gozo de cierta intimidad con personas allegadas á la duquesa de Delille... No necesito decir más: usted sabe que puedo estar enterado de lo que ocurre en Villa-Rosa. Pues bien; después del desafío, yo no qué ha pasado, pero Martínez entra en aquella casa con menos frecuencia. Transcurren días enteros sin que se atreva á llamar á su puerta.

Se detuvieron junto á la cancela de cristales de la entrada. Martínez había perdido su sonrisa, mirando con asombro el gesto duro y la palidez del príncipe. En una palabra dijo éste con resolución : lo que yo tengo que pedirle es que visite con menos frecuencia la casa de la duquesa de Delille. Si se abstiene en absoluto de ir á ella, aún será mejor.