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Actualizado: 14 de octubre de 2025
Luego, en la ruleta, los he visto manejar á fajos los billetes de mil francos. Los jugadores que entraban eran interpelados desde las mesas. ¿Aún sigue ganando?... Se referían á la de Delille. Las noticias no eran acordes. Unos parecían indignados: «Sí; continuaba ganando con una suerte insolente.» Se había desvanecido el entusiasmo del primer momento.
Miró á Castro una vez más, como á un enemigo astuto que disimula su pensamiento, y se aventuró á hacer una pregunta: Y mi parienta la de Delille, ¿cómo juega? Atilio fijó los ojos en él sin malicia alguna, extrañándose del interés que mostraba por la duquesa; pero no pudo hablar, pues se le adelantó Lewis. Odiaba á las mujeres, especialmente en la mesa de juego.
La víspera de la recitación encontróse con un amigo y le expresó así sus temores sobre su pequeño y poético secreto: «Quisiera que nadie lo supiese de antemano; pero temo decírselo a todo el mundo». En estas pocas e ingenuas palabras del abate Delille está encerrado el secreto de la propagación de los secretos. ¿Por qué nos cuesta tanto guardar un secreto?
Me hubiera gustado encontrarte allí... Estoy segura de que me darías la suerte. Luego quedó indecisa. No pensaba volver á Villa-Sirena, donde sólo vivían hombres; tenía la convicción de que era allí un estorbo. Ven á verme una mañana. El coronel sabe dónde vivo. Ven, y te reirás viendo cómo está instalada la duquesa de Delille... Es algo interesante.
Frente al cartelón de las últimas noticias, las gentes interrumpían sus comentarios sobre la próxima ofensiva, preguntándose: «¿Cómo le fué ayer á la duquesa de Delille?» Por las tardes, al llegar al Casino, los curiosos corrían para verla mejor y los amigos la saludaban, besando su mano con orgullo.
La duquesa de Delille estaba orgullosa de este edificio y su reducido jardín, ante cuyas verjas de lanzas doradas pasaba todo el París elegante. Miguel conocía sus salones sin haber estado nunca en ellos. Los periódicos ilustrados que se ocupan de modas y de la vida de los ricos llevaban publicadas muchas fotografías del interior de esta casa en Europa y en América.
El príncipe conocía el significado de estas ráfagas de curiosidad: un jugador ganaba ó perdía de un modo extraordinario. Cierto nombre llegando vagamente á sus oídos hizo que su atención se concentrase. La duquesa de Delille... Doscientos mil francos... Todos los que tenían permiso para jugar en los salones privados se precipitaban hacia la gran puerta de cristales que da acceso á ellos.
La arruinada duquesa de Delille se lleva al príncipe multimillonario para ser su amante y sacarle el dinero... ¡Y no saben que soy yo quien paga! Anda, ríete un poco. ¿Te parece mal que yo pague?... ¿No encuentras eso gracioso?... Habló de su imprevisión y su alocamiento con cierto orgullo, como algo que la colocaba sobre todas las gentes de costumbres regulares.
El coronel, ofendido por la duda, repite con energía: «Aquí es.» Se acuerda de que fué el único hombre que figuró en el entierro. Tres enfermeras, la señorita Valeria y él, nada más, siguieron el féretro hasta estas alturas. ¡Pobre duquesa de Delille!... Se conmueve Toledo al recordar su muerte inesperada. Lady Lewis la había enviado al frente.
No le quedaba dinero ni para sus whiskys: tendrían que fiarle en el bar. Pero recordando de pronto que la de Delille era parienta de Lubimoff, añadió: Siento mucho ofenderla; pero juega como una imbécil. Y le volvió la espalda, para continuar su monólogo furibundo. Don Marcos pasó rápidamente sin ver al príncipe, abriéndose paso entre la masa de curiosos, con su autoridad de personaje decorativo.
Palabra del Dia
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