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Instintivamente, sin darse el trabajo de desenmarañar los confusos pensamientos que le asaltan, ve con la imaginación á la duquesa de Delille. ¿Por qué ha abandonado el príncipe sus prudentes doctrinas?... Se acuerda, como de un pasado dichoso, de los tiempos en que florecían «los enemigos de la mujer». No han transcurrido mas que cuatro meses, y parece que sean siglos. ¡Un duelo en plena guerra... y con un oficial!... ¡Y este oficial es Martínez, su héroe!...

Cuando ésta llegaba, hacía entrar a los visitantes con visible malhumor, porque durante el tiempo de la visita el poeta no trabajaba. Delille solía recitar algunas estrofas del poema que estaba componiendo; pero su esposa le interrumpía violentamente: ¡Eres un camello! No digas el argumento de lo que escribes, porque alguno de estos señores te lo puede robar.

Delille se ponía colorado y los amigos se marchaban haciendo furiosas protestas de honradez literaria. En seguida la señora le colocaba las cuartillas delante. Ahora, querido poeta, a ganar el tiempo perdido. Si he trabajado mientras no estabas en casa. No importa. sabes que cada línea nos vale cinco francos aproximadamente. Es preciso hacer versos, hasta veinte duros, antes de almorzar.

La duquesa de Delille también se interesaba por él, y las dos, orgullosas de ser sus «madrinas», lo exhibían en el atrio del Casino, alquilaban carruajes para pasearlo por los lugares más hermosos de la Costa Azul, le regalaban los comestibles mejores y las pastelerías de tiempo de guerra que conseguían encontrar.

Había circulado la noticia: el pianista Spadoni, considerado por todos como un parásito armonioso, iba á ocupar el mismo sitio que era las otras noches del griego; pero en realidad, la banca pertenecía á la duquesa de Delille. En torno de la mesa se formó una triple fila de personas, oprimidas pecho contra espalda, incrustándose unas en otras para ver mejor sobre los hombros inmediatos.

La marcha hasta el hotel iba á resultar interminable; todo Monte-Carlo presenciaría su paso. Se sintió triste, muy triste. Aquel oficial era su enemigo; ¡pero la muerte!... Alicia le inspiraba menos conmiseración. Sonrió con una sonrisa perversa al contemplar por última vez el carruaje y su séquito que iba en aumento. Como escándalo, no era flojo el que acababa de dar la duquesa de Delille.

El príncipe, sabiendo por experiencia que su coronel no conocía el valor del tiempo cuando empezaba á hablar de la «legitimidad» y de «sangre derramada», se apresuró á interrumpirle. Bueno; ya lo sabemos. Pero ¿qué duquesa es la que encontraste?... La señora duquesa de Delille.

Lubimoff comprendió que resultarían inútiles todas sus preguntas. Su curiosidad, por insinuante que fuese, se estrellaría contra esta reserva. Alicia había desaparecido para siempre... ¡para siempre! Esto le hizo considerarse más triste, más sólo. Experimentó junto á esta amazona del dolor humano una confianza igual á la que había debido sentir la de Delille en los dos últimos días.

He aquí los hombres divididos sobre una cuestión tan nimia como esta de aplastar una cáscara de huevo. Unos la recomiendan; otros la creen absurda. Hagamos un esfuerzo, querido Sarrió, y sobrepongámonos a estas luchas; no tomemos partido ni por el abate Delille, ni por el vizconde de Marenne.

Hizo un ademán como si buscase el pañuelo en su bolso de mano. Miguel se acordó de aquel joven que Castro había visto en los últimos años al lado de Alicia. Tal vez era éste el que provocaba su emoción y le impedía hacer el viaje. «¡El amor! se dijo mentalmente . ¡El amor, cuando ya ha pasado la juventudQuiso torcer el curso del diálogo, y le preguntó por el duque de Delille.