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En casa del rico, como en la del menestral, jamás faltaba un bien abastecido palillero, testimonio indiscutible de la refinada cultura de sus habitantes. Señaló don Rosendo un diván a su hijo en ciernes, y éste, asustado, dejóse caer en él hundiéndole profundamente.

La señora de Rubín había desempeñado su cometido con tanta presteza como acierto, y mientras se lavaba las manos, dejose llevar por su vagabundo pensamiento a un orden de ideas que no era nuevo en ella. «¡Si es lo que a me gusta, ser obrera, mujer de un trabajador honradote que me quiera...! No le des vueltas, chica; pueblo naciste y pueblo serás toda tu vida.

¿Pruebas de qué? ¡Puesto que no hay nada!... ¿Y su marido no ha querido creerla? No. Entonces, ¿nada hay que esperar? ¡Nada! La señora de Lerne dejose caer en un sillón y quedó inmóvil, muda, inerte. Después de un silencio, Juana se le acercó. ¿Su hijo está en su casa? . ¿Su carruaje está abajo? insistió Juana . Pues bien, partamos... iré con usted... quiero verle.

En cuanto pisó el despacho del antiguo periodista las fuerzas le abandonaron por completo. Dejose caer en un diván, y los sollozos, largo tiempo comprimidos, estallaron, amenazando romperle el pecho. A los ojos de Rivera brotaron también las lágrimas y, sentándose al lado de su desdichado amigo, le dirigió tímidas palabras de consuelo. Bien sabía que para aquel dolor no había consuelo posible.

La señora de Maurescamp, en extremo admirada de aquel doble descubrimiento, dejó caer la bujía, que se apagó; después de algunos segundos de inmóvil estupor, dejose caer sobre un diván que tenía cerca y cubriéndose el rostro con las dos manos, púsose a sollozar.

Detenido por los fieles el fogoso animal, dejóse caer el elebronado jinete, y poniéndose de rodillas delante del comendador, gritó: ¡Confesión! ¡Confesión! ¡El mar se sale! Tan tremenda noticia se esparció por Lima con velocidad eléctrica, y la gente echó a correr en dirección al San Cristóbal y demás cerros vecinos. No hay pluma capaz de describir escena de desolación tan infinita.

»Te obedezco, Carlos dijo el anciano llorando. ¡No eres cruel y malo sino para !... ¡No me quejo! ¡tienes razón!... Pero llegará un día en que me hagas justicia... Adiós, pues, hasta el año próximo... ¿no es cierto? Adiós, Carlos, yo pediré a Dios por ti. »El extranjero salió, y Carlos dejose caer en un sofá conmovido y lleno de ira.

El pobre Godofredo se sintió tan abatido que, mientras miraba con espanto a su amigo, algunas lágrimas brotaron a sus ojos y resbalaron por sus tersas mejillas. Nadie lo advirtió, embebidos como estaban en la disputa. Mas cuando Moreno, en un rapto de feroz incredulidad, gritó que para él nuestro Redentor no era más que un judío exaltado, dejose oír un sollozo. Todos volvieron la cabeza.

Aquella brusca partida dejó inmóvil por un instante a la señora de Maurescamp; dio algunos pasos inciertos por el salón, y en seguida dejose caer en un confidente, entregada a la más profunda meditación, sosteniendo con la mano su cabeza y enjugando a intervalos las lágrimas que caían lentamente de sus ojos. ¿Por qué lloraba?

¿Qué ocultas ahí, en tu blusa? ¿Una carta? ¿Qué? Dámela... vamos... dámela.... El muchacho, próximo a llorar, dejose tomar por grado o por fuerza, un papel que estrujaba en sus manos crispadas. La carta no tenía dirección. ¿Para quién es esta carta? Para la señora. ¿De modo que te la han dado para la señorita Julia, para que ella se la a la señora? El niño indicó que .