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Agradaron al cielo estas ofertas como lo dieron á entender los efectos; porque teniéndole los Superiores como hábil para grandes empresas en el servicio de Dios, ciertos de lo sólido de sus virtudes le concedieron licencia, y poco después, en compañía de otros setenta Misioneros, se dió en Cádiz á la vela, y después de una trabajosa navegación en que murieron ocho de los nuestros, arribó á Buenos Aires, primer puerto de esta provincia, y de allí pasó á Córdoba de Tucumán, donde con crédito de ingenioso concluyó sus estudios.

Los dedos se te vuelven huéspedes. Por mi salud te juro que es Velázquez. Lo he conocido perfectamente. Pero, niño, ¿qué estás ahí diciendo?... Si fuese Velázquez se hubiera apeado para armar pendencia contigo... Demasiado sabes cómo las gasta. Pues es Velázquez, no tengas duda repuso Antonio cada vez más trémulo. Y tanto juró y perjuró que su querida concluyó por darle crédito.

Todavía de , que era una coqueta... que soy una coqueta... Óyeme: no te fastidies, nada te cuesta decir que todos esos muchachos tenían la cita conmigo. Puedes estar segura que yo no cargaré con la culpa. ¡Ah! pero misma, concluyó Adriana acariciándola, has acabado por convencerte de que fue una cita, y una cita con varios.

D. Pedro no era mas que príncipe de Cataluña cuando trató y concluyó su casamiento S. Raimundo de Peñafort, á disgusto del Rey D. Jaime su padre, y del Papa Urbano 4.º, que desamaba, como dice Argensola, al Rey Manfredo, y le privó de sus reinos.

Es cuestión de organismo. El mío pide la variedad. A otros les basta la unidad... Entre el hondo pesar que le embargaba y aquellas palabras desvergonzadas que le herían como latigazos, el pobre Mario no podía disimular ya más. Su rostro se iba poniendo sombrío por momentos. Tanto que Romadonga, aunque no solía fijarse en el semblante de sus amigos, concluyó por preguntarle: ¿Qué tiene usted?

Conque, en resumen, don Jeromo concluyó Lépero, poniéndose de pie, en lo que le imitaron los demás de la partida : quedamos en que, en igualdad de circunstancias, preferirá usted nuestra candidatura a las otras dos, y en que probablemente la votará usted con toda su gente. ¡Ya, ya! respondió con su muletilla de costumbre el tabernero.

Cuando D.ª Teodora volvió la cabeza para ver quién la apretaba tanto y se encontró con Osuna, cambió de color. Aquel maldito jorobado no la dejaba jamás en paz. En la tertulia, en el paseo, en el teatro, en la iglesia, en todas partes donde tuviera ocasión de aproximarse, era sabido que se veía necesitada a sufrir el contacto asqueroso de sus piernas y a veces de sus manos también. Osuna conocía bien el terreno que pisaba. La bella y pudorosa jamona se hubiera caído antes muerta de vergüenza que confesar a alguno los atentados de que era objeto. Pero si no los confesaba, cualquiera podría cerciorarse de ellos, observando el estado de agitación en que se hallaba. En esta ocasión el jorobado anduvo audaz en demasía. D.ª Teodora comenzó a dar muestras tales de inquietud que para cualquiera serían visibles. D. Juan no las vio, sin embargo. Era un varón puro y magnánimo, incapaz de sospechar las grandes suciedades que puede haber sobre la tierra. Pero D. Peregrín, como hombre de mundo, concluyó por advertir algo de lo que pasaba. Espió a Osuna con el rabillo del ojo, y cuando penetró en su espíritu gubernamental el convencimiento de la trasgresión que se estaba cometiendo, comenzó a roncar y silbar por la nariz como un vapor en peligro, lanzando al mismo tiempo centelleantes miradas de indignación al audaz jorobado.

Concluyó por enfadarse consigo mismo. ¿Á qué tomarlo tan á pechos? ¡Vaya una jaqueca tonta la que se estaba buscando! Si se marchó, buen viaje. Las consecuencias del rompimiento serían peores para ella; porque él se quedaba en su casa, y ella... ella Dios sabe adónde iría á parar.

Y tomando una mano del joven, le suplicó: Roberto, ¿me perdona usted? Este hizo con la cabeza un movimiento afirmativo. Y al ver que de los ojos de Zakunine brotaban las lágrimas, al ver el llanto de ese hombre de corazón de hierro, concluyó él también por llorar. El alma de Florencia está presente aquí dijo el Príncipe. Ya los sollozos no turbaban su voz: su llanto era tranquilo y suave.

No sabemos cómo concluyó la pendencia, porque hemos de seguir á Clara; y ésta, en cuanto se vió libre de la zarpa de la dama de Juan Mortaja, se escapó ligeramente, y á buen paso, seguida siempre de Batilo, llegó á la plazuela del Ángel.